jueves, 25 de diciembre de 2008

Una de perros - Nagal

El perro no sabía. El gato sabía muy poco. El único que sabía con certeza era un ciego para colmo mudo y cojo. Las preguntas nunca fueron las adecuadas y por ello balbuceantes y confusas las respuestas. Cuando el sol cayó en el mar, más allá del horizonte, apagándose para siempre, se hizo demasiado tarde para todo. El perro no sabía y el gato sabía muy poco y las huellas en el desierto rompieron toda regla de simetría.

martes, 2 de diciembre de 2008

Caballero (definición)

Un caballero es, en la acepción más pura para la palabra, una persona que monta a caballo.

http://es.wikipedia.org/wiki/Caballero

domingo, 9 de noviembre de 2008

De "los peligros de la sensatez" - Emil Ciorán

De "la caída en el tiempo" (La Chute dans le Temps)
- Emil Ciorán, 1966

Nuestra fuerza se mide por el número de creencias a las que hemos abjurado; así, cada uno de nosotros debería concluir su carrera como desertor de todas las causas.

sábado, 4 de octubre de 2008

Reversibilidad - Charles Baudelaire

Réversivilité
- Charles Baudelaire (Les Fleurs du mal, 1857)

Ángel lleno de gozo, ¿conoces la angustia,
La culpa, la vergüenza, el hastío, los sollozos,
Y los vagos terrores de esas horribles noches
Que al corazón oprimen cual papel estrujado?
Ángel lleno de gozo, ¿conoces la angustia?

Ángel lleno de bondad, ¿conoces el odio,
Las lágrimas de hiel y los puños crispados,
Cuando eleva su infernal voz la Venganza,
Y en capitana se erige de nuestras voluntades?
Ángel lleno de bondad, ¿conoces el odio?

Ángel lleno de salud, ¿conoces la Fiebre,
Que a lo largo del muro del hospital lechoso,
Como exiliados, marchan arrastrando los pasos
En pos del sol escaso y moviendo los labios?
Ángel lleno de salud, ¿conoces la Fiebre?

Ángel lleno de belleza, ¿conoces las arrugas,
El miedo a envejecer, y ese odioso tormento
De leer el horror secreto del sacrificio
En ojos donde un día abrevaron los nuestros?
Ángel lleno de belleza, ¿conoces las arrugas?

¡Ángel lleno de dicha, de luz y de alegría!
David agonizante la salvación pediría
A las emanaciones de tu cuerpo hechicero;
Pero de ti no imploro, ángel, sino plegarias,
¡Ángel lleno de dicha, de luz y de alegría!

Himno a la belleza - Charles Baudelaire

Hymne à la Beauté
- Charles Baudelaire (Les Fleurs du mal, 1857)

¿Vienes del cielo profundo o surges del abismo,
oh, Belleza? Tu mirada, infernal y divina,
vierte confusamente la buena acción y el crimen,
por lo que te podemos comparar con el vino.

Contienes en tus ojos el poniente y la aurora;
derramas perfumes como una noche de tormenta,
tus besos son un filtro y un ánfora tu boca
que hacen cobarde al héroe y valiente al niño.

¿Surges del negro abismo o desciendes de los astros?
El Destino hechizado sigue tus enaguas como un perro;
siembras al azar las dichas y los desastres,
y todo lo gobiernas sin responder a nada.

Marchas sobre los muertos, Belleza, y de ellos te burlas;
de tus joyas el Horror no es la menos preciada,
y la Muerte, entre tus más queridos amuletos,
sobre tu vientre altivo danza primorosamente.

La efímera candela hacia ti va atraída,
crepita, arde y dice: ¡Bendigamos esta llama!
El amante jadeando inclinado sobre su bella
es como un moribundo acariciando su tumba.

Que vengas del cielo o del infierno, ¿qué importa?
¡Oh Belleza! ¡Monstruo enorme, espantoso e ingenuo!
Si tus ojos, tu sonrisa, tus pies, me abren la puerta
de un Infinito amado que jamás he conocido?

De Satán o de Dios, ¿qué importa? Ángel o Sirena,
¿qué importa, si tú haces -hada de ojos de terciopelo,
ritmo, perfume y luz, ¡oh mi única reina!-
menos horrible el universo y más cortos los instantes?

domingo, 14 de septiembre de 2008

De "los placeres del opio" - Thomas de Quincey

Fragmento de "Confessions of an English opium-Eater"
Thomas de Quincey, 1822

(...) y sin duda es absurdo decir, como en la expresión popular, que alguien está disfrazado por el licor cuando, por el contrario, la mayoría de los hombres está disfrazado por la sobriedad y sólo al beber muestran su verdadero caracter, lo cual no es disfrazarse.

-o-

(...) and certainly it is most absurdly said, in popular language, of any man, that he is disguised in liquor; for, on the contrary, most men are disguised by sobriety; and it is when they are drinking that men display themselves in their true complexion of character; which surely is not disguising themselves.

lunes, 9 de junio de 2008

Del prólogo a la 2da edición de "Gaya scienza" - Friedrich Nietzsche

No creemos que la verdad continúe siéndolo si se le arranca el velo, hemos vivido demasiado para pensar así. Para nosotros es cuestión de decoro no querer verlo todo desnudo, no querer asistir a todas las cosas, no pretender comprenderlo y saberlo todo. "¿Es verdad que Dios está presente en todas partes? -preguntaba una niña pequeña a su madre. -A mí eso no me parece decente." ¡Qué lección para los filósofos! Hay que respetar más el pudor con que la naturaleza se esconde detrás de enigmas e incertidumbres. Tal vez la verdad es una mujer que tiene sus razones para no querer enseñar sus razones.

1882

sábado, 31 de mayo de 2008

El milagro secreto - Jorge Luis Borges

Y Dios lo hizo morir durante cien años
y luego lo animó y le dijo:
- ¿Cuánto tiempo has estado aquí?
- Un día o parte de un día, respondió.

Alcorán, II, 261.

La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unánime, cortado por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el amanecer, las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga.

El diecinueve, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al atardecer, Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía, su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma delataba el censo final de una protesta contra el Anschluss. En 1928, había traducido el Sepher Yezirah para la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de esa casa había exagerado comercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue hojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladík. No hay hombre que, fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en letra gótica bastaron para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladík y dispusiera que lo condenaran a muerte, pour encourager les autres. Se fijó el día veintinueve de marzo, a las nueve a.m. Esa demora (cuya importancia apreciará después el lector) se debía al deseo administrativo de obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas.

El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias concretas. No se cansaba de imaginar esas circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje) esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo, Jaromir interminablemente volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que éste se precipitaba hacia el alba del día veintinueve; razonaba en voz alta: Ahora estoy en la noche del veintidós; mientras dure esta noche (y seis noches más) soy invulnerable, inmortal. Pensaba que las noches de sueño eran piletas hondas y oscuras en las que podía sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos.

Hladík había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida; como todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y pedía que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes de la obra de Boehme, de Abnesra y de Flood, había intervenido esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, la negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez, la Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable de Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley) que todos los hechos del universo integran una serie temporal. Arguye que no es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y que basta una sola "repetición" para demostrar que el tiempo es una falacia... Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que demuestran esa falacia; Hladík solía recorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad. También había redactado una serie de poemas expresionistas; éstos, para confusión del poeta, figuraron en una antología de 1924 y no hubo antología posterior que no los heredara. De todo ese pasado equívoco y lánguido quería redimirse Hladík con el drama en verso Los enemigos. (Hladík preconizaba el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que es condición del arte.)

Este drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría en Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas tardes del siglo diecinueve. En la primera escena del primer acto, un desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una vehemencia de último sol exalta los cristales, el aire trae una arrebatada y reconocible música húngara.) A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas que lo importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos visto ya, tal vez en un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio -primero para los espectadores del drama, luego para el mismo barón- que son enemigos secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus complejas intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. Éste, ahora, se ha enloquecido y cree ser Roemerstadt... Los peligros arrecian; Roemerstadt, al cabo del segundo acto, se ve en la obligación de matar a un conspirador. Empieza el tercer acto, el último. Crecen gradualmente las incoherencias: vuelven actores que parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un instante, el hombre matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales reverbera el sol occidental, el aire trae la arrebatada música húngara. Aparece el primer interlocutor y repite las palabras que pronunció en la primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que interminablemente vive y revive Kubin.

Nunca se había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era baladí o admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo. Era la última noche, la más atroz, pero diez minutos después el sueño lo anegó como un agua oscura.

Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladík le replicó: Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis Padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego, buscándola. Se quito las gafas y Hladík vio los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. Este atlas es inútil, dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de la India, vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz ubicua le dijo: El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí Hladík se despertó.

Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha escrito que son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no se puede ver quien las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda y le ordenaron que los siguiera.

Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías, escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola escalera de fierro. Varios soldados -alguno de uniforme desabrochado- revisaban una motocicleta y la discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau...

El piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel, esperó la descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre; entonces le ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdamente, recordó las vacilaciones preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una de las sienes de Hladík y rodó lentamente por su mejilla; el sargento vociferó la orden final.

El universo físico se detuvo.

Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado, como en un cuadro. Hladík ensayó un grito, una sílaba, la torsión de una mano. Comprendió que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del impedido mundo. Pensó estoy en el infierno, estoy muerto. Pensó estoy loco. Pensó el tiempo se ha detenido. Luego reflexionó que en tal caso, también se hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió (sin mover los labios) la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos soldados compartían su angustia: anheló comunicarse con ellos. Le asombró no sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió, al cabo de un plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y sordo. En su mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la sombra de la abeja; el humo del cigarrillo que había tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro "día" pasó, antes que Hladík entendiera.

Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo alemán, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurría entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud.

No disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas, la música. Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del carácter de Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra escrita, no de la palabra sonora... Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó.

Jaromir Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana.

jueves, 29 de mayo de 2008

Los insaciables - Franz Kafka

No hay personas más insaciables que ciertos ascetas, que hacen huelga de hambre en todas las esferas de la vida, suponiendo que de tal modo conseguirán, al mismo tiempo, todo lo siguiente:

1. Una voz le dirá: "Basta, ya has ayunado lo suficiente, ya puedes comer igual que cualquier otro, pero serás considerado alguien que hace ayuno".

2. La misma voz, que le dirá al mismo tiempo: "Ya has ayunado tanto por obligación que, a partir de este momento, ayunarás por placer, y el ayuno te resultará más sabroso que la comida (y al mismo tiempo, también comerás)".

3. Y siempre al mismo tiempo, la misma voz dirá: "Has conquistado el mundo, y yo te libero de él, y asimismo del comer y del ayunar (pero no dejarás de comer y de ayunar a la vez)".

Añádese también a estas voces otra voz que ha estado hablando siempre sin cesar: "Aunque tu ayuno no sea completo, demuestras buena voluntad, y eso es bastante".

De "consideraciones acerca del pecado" - Franz Kafka

El camino verdadero pasa por una cuerda, que no está extendida en alto sino sobre el suelo. Parece preparada más para hacer tropezar que para que se siga su rumbo.

domingo, 25 de mayo de 2008

La voluntad de sufrir y los compasivos - Friedrich Nietzsche

Fragmento de "La voluntad de sufrir y los compasivos" (La gaya scienza, 1882)
- Friedrich Nietzsche

¿Os conviene ser ante todo hombres compasivos? ¿Conviene a los que padecen que los compadezcáis? Quede por un momento sin contestación la primera pregunta. Lo que nos hace padecer más honda y personalmente es casi incomprensible e inasequible para los demás; por eso permanecemos ocultos para el prójimo, aunque comamos con él en el mismo plato.

Nuestro dolor es mal interpretado por quienquiera que observe que padecemos, pues lo propio del sentimiento de compasión es despojar al dolor ajeno de lo que tiene de personal. Nuestros bienhechores rebajan más que nuestros enemigos nuestro valor y nuestra voluntad. En la mayor parte de los beneficios que se hacen a los desgraciados hay algo que indigna, por la indiferencia intelectual con que el compasivo se pone a jugar al destino sin saber nada de las consecuencias y complicaciones interiores que para o para ti se llaman infortunio. Toda la economía de mi alma, su equilibrio ante la desgracia, las nuevas fuentes que abre y las necesidades nuevas que de ella dimanan, las viejas heridas que se cierran, las épocas enteras de lo pasado que son arrolladas, de todo esto que con la desgracia se liga, no se preocupa nuestro buen compasivo: quiere socorrer y no piensa que la desgracia puede ser una necesidad personal y que tú o yo podemos necesitar tanto del terror, de las privaciones, de la pobreza, de los sobresaltos, de las aventuras, de los peligros y de los desengaños, como de los bienes contrarios; diciéndolo en términos de mística: el sendero de nuestro cielo pasa por la voluptuosidad de nuestro infierno. El compasivo no sabe nada de esto, el corazón le manda socorrer y cree hacerlo mejor cuanto más pronto socorre. Si vosotros, los partidarios de esa religión, experimentáis en verdad hacia vosotros mismos un sentimiento semejante al que os inspira el prójimo; si no queréis conservar vuestro dolor una hora y estáis siempre previniendo de lejos cualquier desgracia imaginable; si el dolor y las molestias os parecen en general cosas malas, odiosas, dignas de ser suprimidas, como una mancha de la vida, entonces, además de vuestra religión de caridad tenéis otra religión en el corazón: la religión del bienestar.

Mas ¡ay! ¡cuán poco conocéis la felicidad humana, seres comodones y buenazos, pues la felicidad y la desgracia son hermanas gemelas que, o crecen juntas o, como sucede en vuestro caso, se quedan ambas pequeñas! ¿Cómo es posible seguir el propio camino sin desviarse? A cada paso nos llama una voz al lado y rara vez miran los ojos algo que nos invite a acercarnos y nos obligue a descuidar nuestros negocios. Bien sé que hay cien maneras honestas y loables de desviarse del propio camino, maneras por cierto muy morales. Los predicadores de la moral y de la compasión llegan al presente hasta a sostener que apartarse de su camino para socorrer al prójimo es lo único moral. Y por mi parte sé, con absoluta certeza, que basta abandonarse un instante a cualquier ajena miseria que sea verdadera para perderse uno mismo. (...) Sí, hay una secreta seducción en todos esos impulsos de la compasión, en todas esas peticiones de auxilio, pues nuestro camino propio es cosa demasiado dura y exigente, algo que está muy lejos del amor y de la gratitud de los demás, y con placer nos escapamos de él y de nuestra conciencia individual para refugiarnos en la conciencia de los demás y en el templo encantador de la Religión de la caridad. (...) Y aunque me callo aquí ciertas cosas, no quiero callarme lo que mi moral me ordena: vive ignorado para que puedas vivir para ti; vive ignorante de lo que más importe a tu época. Pon entre ti y la actualidad, al menos, el espesor de tres siglos: ¡que no lleguen a ti más que como un murmullo los clamores del día, el ruido de las guerras y de las revoluciones! Y tú también querrás socorrer, pero sólo a aquellos cuyo pesar comprendas por completo, porque participaron contigo de alguna común alegría o esperanza; sólo a tus amigos, y a esos les socorrerás tan sólo al modo que te socorres a ti mismo. Quiero hacerles más valientes, más sufridos, más sencillos y más alegres. Quiero enseñarles lo que hoy comprenden tan pocos y menos que nadie los predicadores de la compasión: no el dolor común, sino la común alegría.

sábado, 24 de mayo de 2008

Fragmento de "El crepúsculo de los ídolos" - Friedrich Nietzsche

De "El crepúsculo de los ídolos" (Götzen-Dämmerung, 1888)
- Friedrich Nietzsche

No nos estimamos ya bastante cuando nos comunicamos. Nuestras vivencias auténticas no son en modo alguno charlatanas. No podrían comunicarse si quisieran. Es que les falta la palabra. Las cosas para expresar las cuales tenemos palabras las hemos dejado ya también muy atrás. En todo hablar hay una pizca de desprecio. El lenguaje, parece, ha sido inventado sólo para decir lo ordinario, mediano, comunicable. Con el lenguaje se vulgariza ya el que habla. -De una moral para sordomudos y otros filósofos.

domingo, 18 de mayo de 2008

Fragmento de "los dominios de la vida" - Emil Cioran

De "Breviario de podredumbre" (Précis de décomposition, 1949)
- Emil Cioran

La pereza es un escepticismo fisiológico.

lunes, 12 de mayo de 2008

Recursos de la autodestrucción - Emil Cioran

De "Breviario de podredumbre" (Précis de décomposition, 1949)
- Emil Ciorán.


Nacidos en una prisión, con fardos sobre nuestras espaldas y nuestros pensamientos, no podríamos alcanzar el término de un solo día si la posibilidad de acabar no nos incitara a comenzar al día siguiente... Los grilletes y el aire irrespirable de este mundo nos lo quitan todo salvo la libertad de matarnos; y esta libertad nos insufla una fuerza y un orgullo tales que triunfan sobre los pesos que nos aplastan.

Poder disponer absolutamente de uno mismo y rehusarse: ¿hay don más misterioso? La consolación por el suicidio posible amplía infinitamente esta morada donde nos ahogamos. La idea de destruirnos, la multiplicidad de los medios para conseguirlo, su facilidad y proximidad nos alegran y nos espantan; pues no hay nada más sencillo y más terrible que el acto por el cual decidimos irrevocablemente sobre nosotros mismos. En un solo instante, suprimimos todos los instantes; ni Dios mismo sabría hacerlo igual. Pero, demonios fanfarrones, diferimos nuestro fin: ¿cómo renunciaríamos al despliegue de nuestra libertad, al juego de nuestra soberbia?...

Quien no haya concebido jamás su propia anulación, quien no haya presentido el recurso a la cuerda, a la bala, al veneno o al mar, es un recluso envilecido o un gusano reptante sobre la carroña cósmica. Este mundo puede quitarnos todo, puede prohibirnos todo, pero no está en el poder de nadie impedir nuestra autoabolición. Todos los útiles nos ayudan, todos nuestros abismos nos invitan; pero todos nuestros instintos se oponen. Esta contradicción desarrolla en el espíritu un conflicto sin salida. Cuando comenzamos a reflexionar sobre la vida, a descubrir en ella un infinito de vacuidad, nuestros instintos se han erigido ya en guías y fautores de nuestros actos; refrenan el vuelo de nuestra inspiración y la ligereza de nuestro desprendimiento. Si, en el momento de nuestro nacimiento, fuéramos tan conscientes como lo somos al salir de la adolescencia, es más que probable que a los cinco años el suicidio fuera un fenómeno habitual o incluso una cuestión de honorabilidad. Pero despertamos demasiado tarde: tenemos contra nosotros los años fecundados únicamente por la presencia de los instintos, que deben quedarse estupefactos de las conclusiones a las que conducen nuestras meditaciones y decepciones. Y reaccionan; sin embargo, como hemos adquirido la conciencia de nuestra libertad, somos dueños de una resolución tanto más atractiva cuanto que no la ponemos en práctica. Nos hace soportar los días y, más aún, las noches; ya no somos pobres, ni oprimidos por la adversidad: disponemos de recursos supremos. Y aunque no los explotásemos nunca, y acabásemos en la expiración tradicional, hubiéramos tenido un tesoro en nuestros abandonos: ¿hay mayor riqueza que el suicidio que cada cual lleva en sí?

Si las religiones nos han prohibido morir por nuestra propia mano, es porque veían en ello un ejemplo de insumisión que humillaba a los templos y a los dioses. Cierto concilio de Orléans consideraba el suicidio como un pecado más grave que el crimen, porque el asesino puede siempre arrepentirse, salvarse, mientras que quien se ha quitado la vida ha franqueado los límites de la salvación. Pero el acto de matarse ¿no parte de una fórmula radical de salvación? Y la nada, ¿no vale tanto como la eternidad? Sólo el existente no tiene necesidad de hacer la guerra al universo; es a sí mismo a quien envía el ultimátum. No aspira ya a ser para siempre, si en un acto incomparable ha sido absolutamente él mismo. Rechaza el cielo y la tierra como se rechaza a sí mismo. Al menos, habrá alcanzado una plenitud de libertad inaccesible al que la busca indefinidamente en el futuro...

Ninguna iglesia, ninguna alcaldía ha inventado hasta el presente un solo argumento válido contra el suicidio. A quien no puede soportar la vida, ¿qué se le responde? Nadie está a la altura de tomar sobre sí los fardos de otro. Y ¿de qué fuerza dispone la dialéctica contra el asalto de las penas irrefutables y de mil evidencias desconsoladas? El suicidio es uno de los caracteres distintivos del hombre, uno de sus descubrimientos; ningún animal es capaz de él y los ángeles apenas lo han adivinado; sin él, la realidad humana sería menos curiosa y menos pintoresca: le faltaría un clima extraño y una serie de posibilidades funestas, que tienen su valor estético, aunque no sea más que por introducir en la tragedia soluciones nuevas y una variedad de desenlaces.

Los sabios antiguos, que se daban la muerte como prueba de su madurez, habían creado una disciplina del suicidio que los modernos han desaprendido. Vocados a una agonía sin genio, no somos ni autores de nuestras postrimerías, ni árbitros de nuestros adioses; el final no es nuestro final: la excelencia de una iniciativa única -por la que rescataríamos una vida insípida y sin talento- nos falta, como nos falta el cinismo sublime, el fasto antiguo del arte de perecer. Rutinarios de la desesperación, cadáveres que se aceptan, todos nos sobrevivimos y no morimos más que para cumplir una formalidad inútil. Es como si nuestra vida no se atarease más que en aplazar el momento en que podríamos librarnos de ella.

miércoles, 7 de mayo de 2008

La clave de nuestra resistencia - Emil Cioran

De "Breviario de podredumbre" (Précis de décomposition, 1949)
- Emil Ciorán.

Quien llegase, por una imaginación desbordante de piedad, a registrar todos los sufrimientos, a ser contemporáneo de todas las penas y de todas las angustias de un instante cualquiera, ese -suponiendo que tal ser pudiera existir- sería un monstruo de amor y la mayor víctima de la historia del sentimiento. Pero es inútil figurarnos tal imposibilidad. Nos basta con proceder al examen de nosotros mismos, con practicar la arqueología de nuestras almas. Si avanzamos en el suplicio de los días, es porque nada detiene esta marcha excepto nuestros dolores; los de los otros nos parecen explicables y susceptibles de ser superados: creemos que sufren porque no tienen suficiente voluntad, valor o lucidez. Cada sufrimiento, salvo el nuestro, nos parece legítima o ridículamente inteligible; sin lo cual el luto sería la única constante en la versatilidad de nuestros sentimientos. Pero no llevamos luto más que por nosotros mismos. Si pudiésemos comprender y amar la infinidad de agonías que se arrastran en torno a nosotros, todas las vidas que son muertes ocultas, necesitaríamos tantos corazones como seres hay que sufren. Y si tuviésemos una memoria milagrosamente actual que guardara presente la totalidad de nuestras penas pasadas, sucumbiríamos bajo tal carga. La vida sólo es posible por las deficiencias de nuestra imaginación y de nuestra memoria.

Sacamos nuestra fuerza de nuestros olvidos y de nuestra incapacidad para representarnos la pluralidad de destinos simultáneos. Nadie podría sobrevivir a la comprensión instantánea del dolor universal, pues cada corazón no está encallecido más que para una cierta cantidad de sufrimientos. Hay a modo de límites naturales para nuestra resistencia; sin embargo, la expansión de cada disgusto los alcanza y, a veces, los rebasa: es a menudo el origen de nuestra ruina. De aquí deriva la impresión de que cada dolor, cada disgusto, son infinitos. Lo son, en efecto, pero solamente para nosotros, para los límites de nuestro corazón; y aunque éste tuviera las dimensiones del vasto espacio, nuestros males serían aún más vastos, pues todo dolor sustituye al mundo y de cada pena hace otro universo. La razón se atarea vanamente en mostrarnos las proporciones infinitesimales de nuestros accidentes; fracasa ante nuestra tendencia a la proliferación cosmogónica. Resulta así que la verdadera locura no es nunca debida a los azares o a los desastres del cerebro, sino a la concepción falsa del espacio que se forja el corazón...

lunes, 5 de mayo de 2008

Cuerpo docente - Mario Benedetti

Cuerpo docente
- Mario Benedetti

Bien sabía él que la iba a echar de menos
pero no hasta qué punto iba a sentirse deshabitado
no ya como un veterano de la nostalgia
sino como un mero aprendiz de la soledad.

Es claro que la civilizada preventiva cordura
todo lo entiende y sabe que un holocausto
puede ser ardua pero real prueba de amor
si no hay permiso para lo imposible.

En cambio el cuerpo
como no es razonable sino delirante
al pobrecito cuerpo
que no es circunspecto sino imprudente
no le van ni le vienen esos vaivenes
no le importa lo meritorio de su tristeza
sino sencillamente su tristeza.

Al despoblado desértico desvalido cuerpo
le importa el cuerpo ausente / o sea le importa
el despoblado desértico desvalido cuerpo ausente
y si bien el recuerdo enumera con fidelidad
los datos más recientes o más nobles
no por eso los suple o los reemplaza
más bien le nutre el desconsuelo.

Bien sabía él que la iba a echar de menos
lo que no sabía era hasta qué punto
su propio cuerpo iba a renegar la cordura.

Y sin embargo cuando fue capaz
de entender esa dulce blasfemia
supo también que su cuerpo era
su único y genuino portavoz.

domingo, 4 de mayo de 2008

Historia y verbo - Emil Cioran

De "Breviario de podredumbre" (Précis de décomposition, 1949)
- Emil Cioran

Las empresas gloriosas del pasado, así como los hombres que las suscitaron, ya no interesan más que por las bonitas palabras que las coronaron. ¡Pobre del conquistador que no tenga ingenio! El mismo Jesús, aun siendo dictador indirecto desde hace dos milenios, no ha marcado el recuerdo de sus fieles y de sus detractores más que por los retazos de paradojas que jalonan su vida tan hábilmente escénica. ¿Cómo interesarse aún por un mártir si no profirió una frase adecuada a su sufrimiento? Sólo guardamos memoria de las víctimas pasadas o recientes si su verbo ha inmortalizado la sangre que les salpicó. Incluso los mismos verdugos no sobreviven más que en la medida en que fueron comediantes.

sábado, 3 de mayo de 2008

Torturador y espejo - Mario Benedetti

Torturador y espejo
- Mario Benedetti

Mirate
así.

Qué cangrejo monstruoso atenazó tu infancia.
qué paliza paterna te generó cobarde
qué tristes sumisiones te hicieron despiadado.

No escapes a tus ojos
mirate
así.

Dónde estan las walkirias que no pudiste
la primera marmita de tus sañas.

Te metiste en crueldades de once varas
y ahora el odio te sigue como un buitre.

No escapes a tus ojos
mirate
así.

Aunque nadie te mate
sos cadáver.

Aunque nadie te pudra
estás podrido.

dios te ampare
o mejor
dios te reviente.

jueves, 24 de abril de 2008

El origen de la tragedia - F. Nietzsche

Fragmento de "El origen de la tragedia".
Friedrich Nietzsche, 1872

(...) Pero en la medida en que el sujeto es artista, está redimido ya de su voluntad individual y se ha convertido, por así decirlo, en un medium a través del cual el único sujeto verdaderamente existente festeja su redención en la apariencia. Pues tiene que quedar claro sobre todo, para humillación y exaltación nuestras, que la comedia entera del arte no es representada en modo alguno para nosotros, con la finalidad tal vez de mejorarnos y formarnos; más aún, que tampoco somos nosotros los auténticos creadores de ese mundo de arte: lo que sí nos es lícito suponer de nosotros mismos es que para el verdadero creador de ese mundo somos imágenes y proyecciones artísticas, y que nuestra suprema dignidad la tenemos en significar obras de arte -pues sólo como fenómeno estético están eternamente justificados la existencia y el mundo:- mientras que, ciertamente, nuestra consciencia acerca de ese significado nuestro apenas es distinta de la que unos guerreros pintados sobre un lienzo tienen de la batalla representada en el mismo. Por tanto, todo nuestro saber artístico es en el fondo un saber completamente ilusorio, dado que, en cuanto poseedores de él, no estamos unificados ni identificados con aquel ser que, por ser creador y espectador único de aquella comedia de arte, se procura un goce eterno a sí mismo.

martes, 22 de abril de 2008

Historia de vampiros - Mario Benedetti

Historia de vampiros
- Mario Benedetti


Era un vampiro que sorbía agua
por las noches y por las madrugadas
al mediodía y en la cena.

Era abstemio de sangre
y por eso el bochorno
de los otros vampiros
y de las vampiresas.

Contra viento y marea se propuso
fundar una bandada de vampiros anónimos,
hizo campaña bajo la menguante
bajo la llena y la creciente
sus modestas pancartas proclamaban
vampiros beban agua
la sangre trae cáncer.

Es claro, los quirópteros
reunidos en su ágora de sombras
opinaron que eso era inaudito,
aquel loco, aquel alucinado
podía convencer a los vampiros flojos
esos que liban boldo tras la sangre.

De modo que una noche
con nubes de tormenta,
cinco vampiros fuertes
sedientos de hematíes, plaquetas, leucocitos
rodearon al chiflado, al insurrecto,
y acabaron con él y su imprudencia.

Cuando por fin la luna
pudo asomarse
vio allá abajo
el pobre cuerpo del vampiro anónimo
con cinco heridas que manaban,
formando un gran charco de agua.

Lo que no pudo ver la luna
fue que los cinco ejecutores
se refugiaban en un árbol
y a su pesar reconocían
que aquello no sabía mal.

Desde esa noche que fue histórica
ni los vampiros ni las vampiresas
chupan más sangre,
resolvieron por unanimidad pasarse al agua.

Como suele ocurrir en estos casos
el singular vampiro anónimo
es venerado como un mártir.

miércoles, 16 de abril de 2008

Los hermanos Karamazov

Fragmento de "Los hermanos Karamazov"
Fedor Dostoievsky

-Oye -dijo el starets-, un gran santo de la antigüedad vio en el templo a una madre que lloraba como lloras tú, porque el Señor se le había llevado a su hijito. Y el santo le dijo: «Tú no sabes lo atrevidos que son estos niños ante el trono de Dios. En el reino de los cielos no hay nadie que tenga el atrevimiento que tienen esas criaturas. Le dicen a Dios que les ha dado la vida, pero que se la han vuelto a quitar apenas han visto la luz. Y tanto insisten y reclaman, que el Señor los hace ángeles. Por eso debes alegrarte en vez de llorar, ya que tu hijito está ahora con el Señor, en el coro de ángeles.» Esto es lo que dijo en la antigüedad un santo a una mujer que lloraba. Era un gran santo y lo que decía era la pura verdad. Así, tu hijo está ante el trono del Señor, y se divierte y ruega a Dios por ti. Llora si quieres, pero alégrate.

(...)

Ciertos moralistas desharrapados y tuberculosos, sobre todo los poetas, califican de vil esta sed de vida. Este afán de vivir a toda costa es un rasgo característico de los Karamazov, y tú también lo sientes; ¿pero por qué ha de ser vil? Todavía hay mucha fuerza centrípeta en el planeta, Aliocha. Uno quiere vivir y yo vivo incluso a despecho de la lógica. No creo en el orden universal, pero adoro los tiernos brotes primaverales y el cielo azul, y quiero a ciertas personas no sé por qué. Admiro el heroísmo; ya hace tiempo que no creo en él, pero te sigo admirando por costumbre... Mira, ya te traen la sopa de pescado. Buen provecho. Aquí la hacen muy bien...

(...)

Imagínate que, en definitiva, no admita este mundo de Dios, aunque sepa que existe. Observa que no es a Dios a quien rechazo, sino a la creación: esto y sólo esto es lo que me niego a aceptar. Me explicaré: puedo admitir ciegamente, como un niño, que el dolor desaparecerá del mundo, que la irritante comedia de las contradicciones humanas se desvanecerá como un miserable espejismo, como una vil manifestación de una impotencia mezquina, como un átomo de la mente de Euclides; que al final del drama, cuando aparezca la armonía eterna, se producirá una revelación tan hermosa que conmoverá a todos los corazones, calmará todos los grados de la indignación y absolverá de todos los crímenes y de la sangre derramada. De modo que se podrá no sólo perdonar, sino justificar todo lo que ha ocurrido en la tierra. Todo esto podrá suceder, pero yo no lo admito, no quiero admitirlo.

(...)

-¿Quieres explicarme por qué "no admites el mundo"?

-Desde luego. Esto no es ningún secreto, y te lo iba a explicar. Hermanito, mi propósito no es pervertirte ni quebrantar tu fe. Al contrario, lo que deseo es purificarme con tu contacto.

Iván dijo esto con una sonrisa infantil. Aliocha no le había visto nunca sonreír de este modo.

(...)

-Por cierto -dijo Iván como si no hubiera oído a su hermano-, que un búlgaro me ha contado hace poco en Moscú las atrocidades que los turcos y los cherqueses cometen en su país. Temiendo un levantamiento general de los eslavos, incendian, estrangulan, violan a las mujeres y a los niños. Clavan a los prisioneros por las orejas en las empalizadas y así los tienen toda la noche. A la mañana siguiente los cuelgan. A veces, se compara la crueldad del hombre con la de las fieras, y esto es injuriar a las fieras. Porque las fieras no alcanzan nunca el refinamiento de los hombres. El tigre se limita a destrozar a su presa y a devorarla. Nunca se le ocurriría clavar a las personas por las orejas, aunque pudiera hacerlo. Los turcos torturan a los niños con sádica satisfacción; los arrancan del regazo materno y los arrojan al aire para recibirlos en las puntas de sus bayonetas, a la vista de las madres, cuya presencia se considera como el principal atractivo del espectáculo. He aquí otra escena que me horrorizó: un niño de pecho en brazos de su temblorosa madre y, en torno de ambos, los turcos. A éstos se les ocurre una broma. Empiezan a hacer carantoñas al bebé hasta que consiguen hacerle reír. Entonces uno de los soldados le encañona de cerca con su revólver. El niño intenta coger el "juguete" con sus manitas, y, en este momento, el refinado bromista aprieta el gatillo y le destroza la cabeza. Dicen que los turcos aman los placeres.

-¿Para qué hablar de eso, hermano?

(...)

Se dice que todo esto es indispensable para que en la mente del hombre se establezca la distinción entre el bien y el mal. ¿Pero para qué queremos esta distinción diabólica pagada a tan alto precio? Toda la sabiduría del mundo es insuficiente para pagar las lágrimas de los niños. No hablo de los dolores morales de los adultos, porque los adultos han saboreado el fruto prohibido. ¡Que el diablo se los lleve! ¡Pero los niños...! Veo en tu cara que te estoy hiriendo, Aliocha. ¿Quieres que me calle?

-No, yo también quiero sufrir. Continúa.

(...)

-Oye, Aliocha: me he limitado a hablar de los niños para ser más claro. No he hablado de las lágrimas humanas que saturan la tierra, para ser más breve. Confieso humildemente que no comprendo la razón de este estado de cosas. La culpa es sólo de los hombres. Se les dio el paraíso y codiciaron la libertad, aun sabiendo que serían desgraciados. Por lo tanto, no merecen piedad alguna. Mi pobre mente terrenal me permite comprender solamente que el dolor existe, que no hay culpables, que todo se encadena, que todo pasa y se equilibra. Éstas son las pataratas de Euclides, y yo no puedo vivir apoyándome en ellas. ¿En qué me puede satisfacer todo esto? Lo que necesito es una compensación; de lo contrario, desapareceré. Y no una compensación en cualquier parte, en el infinito, sino aquí abajo, una compensación que yo pueda ver. Yo he creído, y quiero ser testigo del resultado, y si entonces ya he muerto, que me resuciten. Sería muy triste que todo ocurriese sin que yo lo percibiera. No quiero que mi cuerpo, con sus sufrimientos y sus faltas, sirva tan sólo para contribuir a la armonía futura en beneficio de no sé quién. Quiero ver con mis propios ojos a la cierva durmiendo junto al león, a la víctima besando a su verdugo. Sobre este deseo reposan todas las religiones, y yo tengo fe. Quiero estar presente cuando todos se enteren del porqué de las cosas. ¿Pero qué papel tienen en todo esto los niños? No puedo resolver esta cuestión. Todos han de contribuir con su sufrimiento a la armonía eterna, ¿pero por qué han de participar en ello los niños? No se comprende por qué también ellos han de padecer para cooperar al logro de esa armonía, por qué han de servir de material para prepararla. Comprendo la solidaridad entre el pecado y el castigo, pero ésta no puede aplicarse a un niño inocente. Que éste sea culpable de las faltas de sus padres es una cuestión que no pertenece a nuestro mundo y que yo no comprendo. El malintencionado afirmará que los niños irán creciendo y llegarán a la edad de los pecados, pero el chiquillo que murió destrozado por los perros no tuvo tiempo de crecer... No estoy blasfemando, Aliocha. Comprendo cómo se estremecerá el universo cuando el cielo y la tierra se unan en un grito de alegría, cuando todo lo que vive o haya vivido exclame: «¡Tienes razón, Señor! ¡Se nos han revelado tus caminos!»; cuando el verdugo, la madre y el niño se abracen y digan con lágrimas en los ojos: «¡Tienes razón, Señor!» Sin duda, entonces se hará la luz y todo se explicará. Lo malo es que yo no puedo admitir semejante solución. Y procedo en consecuencia durante mi estancia en este mundo. Créeme, Aliocha: acaso viva hasta ese momento o resucite entonces, tal vez grite con todos los demás, cuando la madre abrace al verdugo de su hijo: «¡Tienes razón, Señor!», pero lo haré contra mi voluntad. Ahora que puedo, me niego a aceptar esta armonía superior. Opino que vale menos que una lágrima de niño, una lágrima de esa pobre criatura que se golpeaba el pecho y rogaba a Dios en su rincón infecto. Sí, esa armonía vale menos que estas lágrimas que no se han pagado. Mientras sea así, no se puede hablar de armonía. Borrar esas lágrimas es imposible. «Los verdugos padecerán en el infierno», me dirás. ¿Pero qué valor puede tener este castigo, cuando los niños han tenido también su infierno? Por otra parte, ¿qué armonía es esa que requiere el infierno? Yo deseo el perdón, el beso universal, la supresión del dolor. Y si el tormento de los niños ha de contribuir al conjunto de los dolores necesarios para la adquisición de la verdad, afirmo con plena convicción que tal verdad no vale un precio tan alto. No quiero que la madre perdone al verdugo: no tiene derecho a hacerlo. Le puede perdonar su dolor de madre, pero no el de su hijo, despedazado por los perros. Aunque su hijo concediera el perdón, ella no tiene derecho a concederlo. Y si el derecho de perdonar no existe, ¿adónde va a parar la armonía eterna? ¿Hay en el mundo algún ser que tenga tal derecho? Mi amor a la humanidad me impide desear esa armonía. Prefiero conservar mis dolores y mi indignación no rescatados, ¡aunque me equivoque! Además, se ha enrarecido la armonía eterna. Cuesta demasiado la entrada. Prefiero devolver la mía. Como hombre honrado, estoy dispuesto a devolverla inmediatamente. Ésta es mi posición. No niego la existencia de Dios, pero, con todo respeto, le devuelvo la entrada.

lunes, 14 de abril de 2008

La historia de Jan y Samalia - H.P. Lovecraft

La historia de Jan y Samalia
- H.P. Lovecraft

Sucedió en el año 1284 y todavía hoy en el pueblo de Telecomb's Tye -antaño se llamaba de otra forma que los escritores no recogen-, se habla de la historia de Jan y Samalia. Y es más: todavía hoy durante las noches de luna nueva se pueden apreciar en la playa los movimientos de dos resplandecientes figuras. Son las sombras de un hombre joven y alto, con melena del color del azabache y de una muchacha de larguísimos cabellos plateados que parecen flotar cuando el viento de la noche los acaricia. Ambos componen una bellísima imagen; pero si alguno de ustedes, amigos, se cruzan con ellos no se detengan para observarlos y prosigan con rapidez su camino; traten de evitar la curiosidad o permanecerán con ellos para siempre en el reino de las eternas sombras.

Jan y Samalia eran los muchachos más atractivos de Telecomb's Tye. Tras muchos años de noviazgo -más de diez- se desposaron y durante varios años fueron felices. Jan era marinero y en sus repetidas ausencias por tener que hacerse a la mar, Samalia cuidaba del hogar, bordaba y cantaba mirando a la ventana que dominaba la bahía en espera de ver regresar el barco de su esposo. Cuando Jan regresaba de la pesca de cada mes, Samalia salía a la playa e indicaba a su marido cuál era el momento más propicio para iniciar las maniobras de desembarco. Gracias a una lámpara de aceite que arrojaba una luz muy tenue pero suficiente, entre ambos conseguían que la nave de Jan no encallara entre los riscos. Y es que en esa parte de la playa la resaca es muy fuerte y los escollos demasiados peligrosos hasta para un experto navegante.

Naturalmente, para los habitantes de Telecomb's Tye era una estampa habitual ver llegar a Samalia en la grupa de su caballo, procedente de la casa que habitaban en la cumbre de la colina para esperar el regreso de Jan. Pero una noche el desembarco no llegó para nadie. Impresionantes nubes de un desalentador color gris tenían su vientre cargado de lluvia. Durante todo el día habían amenazado con verter su contenido líquido hasta que, a última hora de la tarde, estalló la tempestad con toda la violencia que podía ser posible. Olas gigantescas comenzaron a estrellarse de forma brutal contra los riscos y los acantilados de la bahía. La tempestad, lejos de amainar, se endureció con la llegada de la noche manifestando todo el poder de que es capaz una naturaleza enfurecida.

Las mujeres del pueblo, asustadas ante la magnitud de la tempestad, decidieron acudir a refugiarse en la iglesia y elevar plegarias a Dios para, de esta forma, proteger a todos los hombres que en ese momento se hallaran en la mar. La campana de la iglesia resonaba con lentos repiques para orientar a unos hombres que, en medio del mar, se hallaban entre la vida y la muerte. La única persona de Telecomb's Tye que no acudió al lugar sagrado fue Samalia quien, desafiando a todos los elementos, había acudido a la playa, donde al abrigo de una gran roca cóncava se quedó esperando la llegada de Jan, una llegada que no se produjo.

La luz de la mañana acarició el rostro adusto de Samalia. Esos primeros rayos de sol después de tan terrible tempestad traían, por un lado, la esperanza de que todo lo peor ya había pasado y, por otro lado, la desesperanza de no saber nada de Jan. De improviso, y después de ponerse la mano derecha en la frente a modo de visera, Samalia alcanzó a ver una pequeña embarcación con un puñado de hombres extenuados y completamente empapados que arribaba a la costa. Sus ojos reflejaban el terror tras la terrible noche que habían vivido en alta mar presos de la furia desatada de los elementos. Sólo llegaron seis de los catorce hombres que habían partido dos días atrás del pequeño puerto del pueblo. Narraron, entre sollozos, cómo sus compañeros habían perecido tragados por la mar embravecida y, entre ellos, el pobre Jan.

Transcurrieron los meses y Samalia se aisló por completo del mundo. Siempre estaba sola en su casa de la cima de la colina y su pensamiento sólo era para una persona: Jan. Y cuando no pensaba en él, era el propio Jan el que acudía a la mente de Samalia. Así pasaron los meses hasta que un año después, el día del primer aniversario de la muerte de Jan, se volvió a formar una tormenta de dimensiones parecidas a la de aquella fatal noche del 14 de Abril de 1285. Samalia no podía conciliar el sueño en parte por el gran estrépito producido por la tempestad y, en parte, por el recuerdo doloroso de Jan. De repente, a Samalia le pareció oir unos golpes en la puerta. Estaba semidormida o, mejor dicho, perdida entre sus pensamientos, pero aquellos golpes le resultaron demasiado familiares. Pensó que se trataba de su imaginación desbordada que le gastaba una broma demasiado cruel, pero la llamada se repitió de nuevo. Era la misma forma de golpear la puerta que tenía Jan cuando regresaba a casa. El temor, el ansia y la esperanza se entremezclaron. Se levantó del lecho y, muy nerviosa, acudió hacia la puerta entre temblores. Cuando llegó al pomo un instante de vacilación la paralizó. Y en ese momento los golpes se repitieron. Su corazón palpitaba con la misma furia que la tempestad, pero Samalia abrió la puerta. Allí estaba Jan, mirándola con infinito amor.

Quiso echarse en sus brazos; quiso apretarse contra su cuerpo húmedo y viril, pero algo la paralizó cuando, por un instante, se detuvo a observarle con más detenimiento: su cuerpo era transparente y, a través del mismo, podía ver las luces de la bahía y el resplandor difuso y extraño de la luna que iluminaba el umbral de la casa.

Una lágrima comenzó a recorrer el rostro de Samalia y, en ese preciso instante, Jan habló. Relató la terrible tempestad y la lucha que había tenido que mantener aferrado al mástil de proa para no irse a pique; le habló de todo: del fuerte oleaje; de su rendición y de su muerte, y de lo más importante, de que su último pensamiento había sido para ella, para su mujer, para Samalia. La mano de Jan rozó el rostro de Samalia y ella sintió que un hálito ligero la envolvía por completo y la levantaba del suelo. Jan le hizo una solemne promesa, como sólo pueden hacerla los muertos: si en cada novilunio Samalia acudía a la playa con una antorcha él volvería para verla hasta el día en que pudiera llevársela con él.

Y así ocurrió. En cada novilunio surgía del mar la figura fantasmagórica de Jan guiado por la luz tenue del candil de Samalia haste que una noche de invierno los habitantes de Telecomb's Tye vieron a Samalia acercarse demasiado a la orilla del mar. Una fiebre desconocida la estaba consumiendo desde hacía tiempo y los médicos no daban con la solución para atajar el misterioso mal que la envolvía. Del mar, repentinamente encrespado por una tempestad súbita, surgió una plateada embarcación luminosa en la que estaba Jan, quien tomando entre sus brazos a Samalia, se alejó con ella adentrándose en el infinito mar. Las mujeres que estaban en la playa esperando a sus hombres les vieron desaparecer en el momento en el que el mar se calmó.

Desde ese día, cuando en el novilunio el mar se torna bravío, se ve la figura de una embarcacíon luminosa en un punto alejado del puerto de Telecomb's Tye. Incluso, hay quien afirma haber visto a Jan y Samalia felices, sobre un caballo blanco, dirigirse hacia la colina donde hace más de seiscientos años existió una casa. Hoy no queda nada de aquella vivienda. Sólo las lomas y las figuras incorpóreas de dos amantes que aún no han traspasado el tránsito entre este mundo y el otro.

martes, 8 de abril de 2008

Opio

Opio.
Enrique Bunbury - Héroes del silencio.


Es el opio la flor de la pereza

hasta que llego a ser sólo existencia.

El humo de leche muge lento

extendiendo el sabor del universo...


El que nada hace nada teme

De terrenal sabrás lo celeste,

un oscuro derecho a la delicia

¿será un sueño, o será mentira?


Las cosas más triviales,

se vuelven fundamentales

eliminando los moldes del azar.


Como se agita el viento
sin alimento

escucha mi canto abierto de par
en par


Replegado en la madriguera

como un animal acosado

bajo el efecto de la adormidera

y el peso de mis pestañas.


Esquirlas de aire

arcano indescifrable

en el jardín de mis delicias

pertenezco a la brisa.


Inhalo la niebla

que flota en el Ganges.


El aceite de incienso

nos servirá de consuelo.

domingo, 30 de marzo de 2008

Still falls the rain

Still falls the rain (traducción)
- Black Sabbath ?

Todavía cae la lluvia. Los velos de la oscuridad, cual mortajas sobre negros árboles, que se retuercen debido a una violencia incierta, que sus hojas sueltan, y sus ramas ceden, hacia una tierra gris de alas de ave rotas. Entre las hierbas, unas amapolas sangran ante una muerte que gesticula, y unos conejos efebos, nacidos muertos en las trampas, aparecen lívidos, inmóviles, como si velaran custodios el silencio que rodea y amenaza con absorber a todos aquellos que le escucharan... Unos pájaros mudos, cansados de reiterar los terrores del ayer, se amontonan juntos en nichos de esquinas lóbregas, sus cabezas vueltas a la mirada de un cisne negro, muerto, que flota invertido en un pequeño charco, formado en el vacío. De este charco emerge una niebla tenue, sensual, que deja huella mientras sube, para acariciar los pies astillados de una estatua decapitada, de mártir, cuya única hazaña fue morir demasiado pronto, sin poder esperar a perder... La catarata de oscuridad toma forma, ensambla, la noche negra y larga que apenas comienza, mientras, todavía, por el lago una joven princesa, que espera... y, sin ver, cree no ser vista, y sonríe, lánguida a una campana distante que suena, y a la lluvia que todavía cae.

viernes, 28 de marzo de 2008

Mi delirio sobre el Chimborazo - Simón Bolívar

Mi delirio sobre el Chimborazo
- Simón Bolívar (1823).


Yo venía envuelto en el manto de Iris, desde donde paga su tributo el caudaloso Orinoco al dios de las aguas. Había visitado las encantadas fuentes amazónicas, y quise subir al atalaya del Universo. Busqué las huellas de La Condamine y de Humboldt; seguílas audaz, nada me detuvo; llegué a la región glacial, el éter sofocaba mi aliento. Ninguna planta humana había hollado la corona diamantina que pusieron las manos de la Eternidad sobre las sienes excelsas del dominador de los Andes. Yo me dije: este manto de Iris que me ha servido de estandarte, ha recorrido en mis manos sobre regiones infernales, ha surcado los ríos y los mares, ha subido sobre los hombros gigantescos de los Andes; la tierra se ha allanado a los pies de Colombia, y el tiempo no ha podido detener la marcha de la libertad. Belona ha sido humillada por el resplandor de Iris, ¿y no podré yo trepar sobre los cabellos canosos del gigante de la Tierra?

¡Sí podré!

Y arrebatado por la violencia de un espíritu desconocido para mí, que me parecía divino, dejé atrás las huellas de Humboldt, empañando los cristales eternos que circuyen el Chimborazo. Llego como impulsado por el genio que me animaba, y desfallezco al tocar con mi cabeza la copa del firmamento: tenía a mis pies los umbrales del abismo.

Un delirio febril embarga mi mente; me siento como encendido por un fuego extraño y superior. Era el Dios de Colombia que me poseía.

De repente se me presenta el Tiempo bajo el semblante venerable de un viejo cargado con los despojos de las edades: ceñudo, inclinado, calvo, rizada la tez, una hoz en la mano...

"Yo soy el padre de los siglos, soy el arcano de la fama y del secreto, mi madre fue la Eternidad; los límites de mi imperio los señala el Infinito; no hay sepulcro para mí, porque soy más poderoso que la Muerte; miro lo pasado, miro lo futuro, y por mis manos pasa lo presente. ¿Por qué te envaneces, niño o viejo, hombre o héroe? ¿Crees que es algo tu Universo? ¿Que levantaros sobre un átomo de la creación, es elevaros? ¿Pensáis que los instantes que llamáis siglos pueden servir de medida a mis arcanos? ¿Imagináis que habéis visto la "Santa Verdad"? ¿Suponéis locamente que vuestras acciones tienen algún precio a mis ojos? Todo es menos que un punto a la presencia del Infinito que es mi hermano".

Sobrecogido de un terror sagrado, «¿cómo, ¡oh Tiempo! -respondí- no ha de desvanecerse el mísero mortal que ha subido tan alto? He pasado a todos los hombres en fortuna, porque me he elevado sobre la cabeza de todos. Yo domino la tierra con mis plantas; llego al Eterno con mis manos; siento las prisiones infernales bullir bajo mis pasos; estoy mirando junto a mí rutilantes astros, los soles infinitos; mido sin asombro el espacio que encierra la materia, y en tu rostro leo la Historia de lo pasado y los pensamientos del Destino».

"Observa -me dijo-, aprende, conserva en tu mente lo que has visto, dibuja a los ojos de tus semejantes el cuadro del Universo físico, del Universo moral; no escondas los secretos que el cielo te ha revelado: di la verdad a los hombres".

El fantasma desapareció.

Absorto, yerto, por decirlo así, quedé exánime largo tiempo, tendido sobre aquel inmenso diamante que me servía de lecho. En fin, la tremenda voz de Colombia me grita; resucito, me incorporo, abro con mis propias manos los pesados párpados: vuelvo a ser hombre, y escribo mi delirio.

miércoles, 26 de marzo de 2008

Principia Caótica - Pete Carroll

Principia Chaotica: Chaos Magic For The Pandaemonaeon (traducción)
- Pete Carroll

En la Magia Caótica, las creencias no son vistas como fines en sí mismas, sino como medios para crear los efectos deseados. Darse cuenta de esto se traduce en encarar la terrible libertad en la que nada es cierto y en donde todo está permitido; lo que es decir que todo es posible, que no hay certezas, y que las consecuencias pueden ser terribles... La Risa parece ser la única defensa contra la comprensión de que uno no tiene siquiera un yo real.

El propósito de los rituales Caóticos es crear creencias procediendo como si éstas fueran ciertas. Se finge hasta lograr que lo sean, para de esta manera obtener el poder que semejante creencia pueda proveer. Luego, si tienes sentido del humor reirás y buscarás los requisitos o creencias necesarias para lo que sea que quieras hacer luego.

Por eso el Caoísmo proclama la muerte y renacimiento de los dioses. Nuestra creatividad subconsciente y nuestros poderes parapsicológicos son más que adecuados para crear o destruir cualquier dios o ser o demonio; o cualquier otra entidad "espiritual" que podamos escoger para invertir en ella creencia, o dejar de hacerlo... Los resultados frecuentemente asombrosos que se obtienen al crear dioses por el acto de comportarse ritualmente como si existieran, no deberían llevar al Mago del Caos hacia el abismo de atribuirle realidad última a cualquier cosa. Este es el error trascendentalista que conlleva a reducir el espectro del Ser. El verdadero asombro yace en el rango de cosas del que podemos descubrirnos capaces de hacer; sin importar que temporalmente debamos creer que tales efectos provengan de otra fuente para poder crearlos... Los dioses están muertos. ¡Vivan los dioses!

La Magia atrae a aquellos con grandes dosis de presunción e imaginación fértil sumados a una fuerte sospecha de que ambas, realidad y condición humana, tienen cualidad de juego... El juego es abierto y se juega a sí mismo por recreo. Los jugadores pueden establecer sus propias reglas hasta cierto punto, y usar poderes psíquicos si quieren para hacer trampa.

Mago es aquel que ha vendido su alma por el chance de participar más plenamente de la realidad. Sólo cuando nada es cierto y la idea de un yo verdadero es abandonada, es que todo se vuelve permitido... Hay algo de cierto en el mito de Fausto, pero falló al no haber sido llevado hasta sus últimas (y lógicas) consecuencias.

Sólo se necesita aceptar una simple creencia para hacerse Mago: La meta-creencia de que toda creencia es un medio para alcanzar efectos. Este efecto es mucho más fácil observarlo en otros que en uno mismo. Es usualmente fácil ver como otras personas, y de hecho culturas enteras, son habilitadas y/o discapacitadas por las creencias que sostienen. Las creencias tienden a llevar consigo actividades que tienden a reconfirmar la creencia en un círculo que llaman virtuoso y no vicioso, aun cuando sus resultados no sean para nada divertidos... La primera etapa de Ver a través del juego puede ser una iluminación repentina que puede llevar al cinismo o al Budismo. La segunda etapa, que consiste en aplicar tal perspicacia hacia uno mismo, puede destruir la ilusión de un alma y crear a un Mago. La comprensión de que la creencia es un medio más que un fin tiene inmensas consecuencias si es cabalmente aceptada. Dentro de los límites impuestos por la posibilidad física (y estos límites son más flexibles y maleables de lo que la mayoría de la gente cree), uno puede hacer real cualquier creencia que se escoja, incluso aquellas contradictorias... El Mago no lucha por ninguna meta o identidad en particular: mas bien desea la meta-identidad de ser capaz de ser cualquier cosa.

Por lo tanto, bienvenido al Kali-Yuga del Pandaemonaeon donde nada es cierto y donde todo es permisible. Porque en estos días post-absolutistas es mejor construir sobre arenas movedizas que sobre la roca que te confundirá el día que ésta se haga añicos. Los filósofos se han vuelto no más que custodios de sarcasmos útiles, pues el secreto del Universo es que no hay secreto... Todo es Caos y la evolución no va a ningún sitio en específico. Es el puro chance lo que rige el Universo y por tanto, y sólo por esto, es que es la vida buena. Hemos nacido accidentalmente en un mundo aleatorio donde sólo causas similares producen efectos aparentes; y muy poco es predeterminado, gracias al Caos. Como todo es arbitrario y accidental entonces quizás estas palabras quedan muy cortas o peyorativas. Es preferible decir que la vida, el Universo y todo, es espontáneamente mágico y creativo.

Saboreando la realidad estocástica podemos deleitarnos exclusivamente en definiciones mágicas de la existencia. Los caminos del exceso pueden llevar aún al lugar de sabiduría, y muchas cosas indeterminadas pueden pasar en el camino al equilibrio termodinámico. Es vano buscar tierra sólida donde establecerse: La Solidez es una ilusión, como lo es el pie que en ella se para; y el yo que piensa que posee cualquiera es la ilusión más transparente de todas.

Los pesados barcos de la fe están maltrechos ya y se hunden junto a todos los botes salvavidas y demás balsas ingeniosas. Entonces, ¿irás de compras al supermercado de las sensaciones y permitir que tus preferencias consumistas definan tu yo real, o de manera alegre y arriesgada y con pasos ligeros robarás por el sólo placer de hacerlo? Pues la creencia es un medio para alcanzar lo que sea que uno escoja considerar necesario o placentero, y la sensación no tiene más propósito que la sensación. Por lo tanto, entrégate a ellas sin pagar el precio. Sacrifica Verdad por Libertad en toda oportunidad. Hay poco mérito en simplemente ser quien sea que hayas sido destinado a ser por accidente o circunstancias. El Infierno es la experiencia de no tener alternativas.

Rechaza pues las obscenidades de ese maquinado orden con su propósito y uniformidad. Dáte vuelta y encara la marejada de Caos de la que estuvieron huyendo aterrorizados los filósofos por milenios. Salta y monta su ola, brincando en medio de la bizarrés ilimitada que llena de misterio todas las cosas para aquellos que descartan las certidumbres como falsas. Gracias al Caos, jamás la agotaremos. Crea, destruye, goza.

Io Chaos!

lunes, 24 de marzo de 2008

La ciudad de los espejos - Dyanna

Por Dyanna, "Xalamandra"

Sólo a ti se te hubiera ocurrido abrir aquella puerta de madera, toda roída. Claro, por eso ninguno de nosotros descubrió antes el secreto, porque esa mezcla tuya de curiosidad y osadía siempre daba buenos frutos, resultados interesantes. Días después, reflexionando sobre los hechos, no acierto a entender qué te impulsó a abrirla; de hecho no había ni un indicio, ni una seña, nada que indicara que esa puerta daba a la Ciudad de los Espejos.

¡Todavía recuerdo la cara que pusiste! Te quedaste sin habla, mirando aquel brillo, aquel escándalo de luz. Al principio se nos ocurrió que estábamos entrando a un estudio de filmación o algo así, pero la luz no provenía de ninguna fuente puntual, ni siquiera de una zona específica. Aquello no tenía dimensiones, parecía ser un recinto pequeño pero nuestra vista no alcanzaba a ver el fondo. Tú como siempre entraste de primero, pudiendo más tus ganas de saber, de conocer, que la lógica cautela contra lo desconocido. Te confieso que tu valor se nos contagió, porque a mí por lo menos me daba miedo, pero sin embargo entramos todos y comenzamos a explorar. Las paredes eran lisas, muy blancas, podíamos tocarlas e intuir que eran rectas, no curvas, conclusión importante cuando después de un tiempo descubrimos que podíamos dar la vuelta completa en pocos minutos, caminando siempre en el mismo sentido, y una vez que tropezamos con las otras puertas encontramos sin dificultad nuestra puerta de entrada, sin pasar ni una vez por una esquina o doblez, y con la sensación inequívoca de haber caminado en perfecto círculo.

En el centro había una confusión de luz y humo, como en las películas. Hacía mucho frío, pero no era incómodo. De alguna forma sabíamos que no éramos los únicos allí, pero no nos sentíamos intrusos ni invasores. Por el contrario, la sensación de que nos estaban esperando crecía dentro de cada uno de nosotros. Allí empecé a notar que no habíamos dicho ni una sola palabra desde que entramos, y sin embargo no eran necesarias, cada uno sabía con bastante certeza lo que pensábamos y sentíamos los demás, sólo mirándonos a los ojos.

Entonces nos separamos. Los instintos se agudizaron y nos guiaban, nos indicaban qué hacer. Nos miramos por última vez antes de emprender la aventura, como para darnos apoyo, y esa mirada fue una promesa de no dejarnos perder, fue un "nos encontramos aquí" tranquilizador. Me adentré y empecé a ver escenas, lugares, paisajes desconocidos para mi memoria consciente pero sin duda alguna, recordados por alguna parte remota de mi ser. Yo estaba allí, podía verlo todo, cada detalle, cada planta, cada grieta en la pared, cada rostro, cada color, pero eran como hologramas, como reflejos multidimensionales, como imágenes fantasmales, inasibles y etéreas pero infinitamente reales. Veía multitudes de personas, caras desconocidas que no podían verme, en ciudades extrañas viviendo vidas extrañas, soñando y muriendo en doloroso aislamiento, sin comunicarse, sin sentirse, y yo veía su dolor, lo veía en sus rostros como una pesada máscara de hierro, como cadenas que no te dejan caminar. Quería hablarles, decirles que en ese momento mágico yo les percibía, les sentía intensamente con todas las tonalidades de su melancolía y todas las inflexiones de sus esperanzas; quería comunicarles que no debían afligirse por estar solos porque el sentimiento es universal; casi quería gritarles que en ese momento yo era una con cada uno de ellos, pero no me oían, no se daban cuenta de mí; seguían cruzando sus calles ruidosas y entrando en sus oficinas y escribiendo en sus computadoras y viendo sus televisores y hablando sin comunicarse nunca, nunca, nunca.

Era desesperante, saltaron lágrimas a mis ojos y noté que alguien me estaba mirando. Era una muchacha de rasgos orientales, de edad indefinida, y supe todo de su vida y ella supo de la mía en un instante. Me dijo (sin hablar) que ella también había entrado por una puerta similar, que estaba sintiendo la misma desesperación que yo y que ya no lo podía soportar. En el momento que “emitió” este pensamiento desapareció. No se fue, sino que era como si nunca hubiera estado allí. Yo también estaba en otra parte, una colina o bosque o algo así, y vi la figura de un anciano que caminaba cuesta arriba, lentamente, hacia una especie de cueva o refugio. Reflexionaba, meditaba con ideas muy confusas, una madeja de hilos indescifrables, pensamientos en tono menor. Supe de su soledad, pero ésta tenía un color diferente, un matiz muy profundo, muy turbio, que no alcancé a comprender. Supe que iba a morir y sentí un miedo casi reverencial, y me heló la sangre sentir su ausencia total de esperanzas.

Aparté mi vista y encontré a un grupo de niños jugando en las ruinas de alguna clase de monumento, y de pronto me sentí llena de una sensación de alegría y emoción muy grandes, tanto que casi era imposible no saltar, correr y jugar con ellos. Te vi a ti, jugando de noche en un parque abandonado, y tú me viste. Los vi a todos y todos nos vimos, o mejor dicho nos percibimos, porque cualquier descripción limita la experiencia. Había muchos escenarios y muchas personas, pero de alguna imposible manera no se confundían, no se mezclaban. Era fácil descubrir a los que habíamos entrado por las puertas, porque podíamos vernos, nos encontrábamos en una mirada, y aunque no supieras su nombre, sabías en un segundo cada detalle de su existencia y te sentías amalgamado, cristalizado, formando parte de un todo, de una realidad ineludible.

Las entradas son siete, o al menos eso es lo que hemos podido descubrir. Las Siete Puertas están regadas por todo el mundo, en los lugares más insospechados. Por ejemplo, sé de una tiendita de juguetes en un boulevard mas bien triste, en una ciudad poco poblada situada al norte de uno de los Países Bajos; al sur de una ciudad pequeña cerca de Beijing, hay un zaguán donde duermen los indigentes, y allí, detrás de un auto abandonado, hay una puerta; en Suramérica, en la frontera entre Chile y Argentina, hay un pueblito por donde no pasa el tren, y la puerta está en el piso, debajo de una cama en el cuarto de servicio de una casa colonial. En cambio, no se entra ni por las Pirámides, ni llegando a la cima del Everest, ni en el Gran Cañón, ni en las ruinas de Macchu Picchu ni en la cima del Roraima. Adentro, uno empieza perdiendo el sentido del tiempo y la magia se completa cuando pierdes la individualidad. Pudiera aventurar el nombre de experiencia comunal, pero es más bien global porque no hay idiomas. Lo llamaría vibración, resonancia espiritual. La gente que hemos encontrado allí ha presenciado nuestras vidas con el mismo asombro que nosotros, y sin embargo con la misma naturalidad, como si la hubieran vivido.

Guardaremos el secreto. Ser un espejo de la humanidad es una hermosa pero muy grande responsabilidad. Nuestra entrada sigue allí, disfrazada de insignificancia, en el mismo edificio abandonado. Todas las puertas están esperando, y nos sobrevivirán. Sólo ruego que quienes las hallen también encuentren las fuerzas para volver a salir.

Las ruinas circulares - Jorge Luis Borges

And if he left off dreaming about you...
Through the Looking-Glass, vi

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.

El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.

Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.

A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.

Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.

Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.

En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.

El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.

Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.

Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.

El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches, después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.

-o-

Tomado de El jardín de senderos que se bifurcan, 1941 (Ficciones, 1944).

domingo, 16 de marzo de 2008

Fragmento de "la literatura y el mal" de Georges Bataille

Fragmento de "La literatura y el mal" (Georges Bataille, 1957)

La comunicación auténtica, la impenetrabilidad de todo lo "que es" y la soberanía.

Siempre tengo esta certidumbre: la humanidad no está hecha de seres aislados, sino de comunicación entre estos seres; jamás nos entregamos, ni siquiera a nosotros mismos, más que a través de una red de comunicaciones con los otros, nos sumergimos en la comunicación, nos reducimos a esta comunicación incesante de la que, hasta el fondo de la soledad, sentimos la ausencia, como sugestión de posibilidades múltiples, como la espera de un instante en el que se resuelve esa ausencia en un grito que los otros escuchan. La existencia humana no está en nosotros, en esos nudos en los que periódicamente se anuda, lenguaje hecho grito, espasmo cruel, risa enloquecida, de donde el asentimiento nace de una conciencia al fin compartida de impenetrabilidad de nosotros mismos y del mundo.

La comunicación, en el sentido en que yo quisiera entenderla, no es jamás tan fuerte como en el momento en que la comunicación en sentido débil, la comunicación que supone el lenguaje profano (o, como dice Sartre, de la prosa, que nos hace volvernos sobre nosotros mismos -y que vuelve al mundo- de manera transparente) se nos entrega como vana, y en cierta manera como una equivalencia de la noche. Hablamos de distintas maneras para convencer y buscar el acuerdo. Queremos establecer verdades humildes que se concierten con las de nuestros semejantes, nuestras actitudes y nuestra actividad. Este incesante esfuerzo que tiende a situarnos en el mundo de una manera clara y distinta sería aparentemente imposible, si nosotros no estuviéramos antes vinculados por el sentimiento de la subjetividad común, impenetrable en sí misma, a la que es impenetrable el mundo de los objetos distintos. A todo precio, debemos captar la oposición entre dos suertes de comunicación, cuya distinción es difícil: se confunden en la medida en que el acento no recae sobre la comunicación más fuerte. Sartre ha dejado este punto en un estado confuso: ha visto con acierto (e insiste en ello en La Nausée) el carácter impenetrable de los objetos: los objetos no comunican con nosotros en manera alguna. Pero no ha situado de manera precisa la oposición de sujeto a objeto. La subjetividad es algo evidente a sus ojos, es lo que es evidente. Por una parte, me parece que se inclina a minimizar la importancia de esta intelegibilidad de los objetos que percibimos en los fines que les concedemos, y en el uso de estos fines. Por otra parte, su atención no se dirige suficientemente sobre esos momentos en los que una subjetividad que, siempre e inmediatamente, nos es entregada en la conciencia de otras subjetividades, en la que la subjetividad aparece precisamente inteligible, en relación con los objetos usuales y, más generalmente, del mundo objetivo. Sartre no puede ignorar, evidentemente, esta apariencia, pero se vuelve en espaldas en los momentos en que los que sentimos de la misma manera náuseas, porque en el instante en que la inteligibilidad se nos presenta, se nos ofrece bajo un aspecto insalvable, un cierto carácter escandaloso. Lo que, en última instancia, para nosotros es, es escándalo, la conciencia de ser es escándalo de la conciencia, y no podemos -incluso no debemos- asombrarnos. Pero no debemos quedarnos en las palabras: el escándalo es lo mismo que la conciencia, una conciencia sin escándalo es una conciencia enajenada, una conciencia, como lo demuestra la apariencia, de objetos claros y distintos, inteligibles o considerados como inteligibles. El paso de lo inteligible a lo ininteligible, a lo que no siendo cognoscible, de pronto deja de sernos tolerable, está ciertamente en el origen de este sentimiento de escándalo, pero se trata menos de una diferencia de nivel que de una experiencia dada en la comunicación mayor de los seres. El escándalo es el hecho -instantáneo- de una conciencia de otra conciencia, y mirada de otra mirada (de esta manera es íntima fulguración, alejándose de lo que le ata ordinariamente su conciencia a la inteligibilidad duradera y sosegadora de los objetos).

Se ve, si se me ha seguido, que existe una oposición fundamental entre la comunicación débil, base de la sociedad profana (de la sociedad activa, en el sentido en que la actividad se confirma con la productividad) y la comunicación fuerte, que abandona las conciencias que reflexionan unas sobre otras, en ese impenetrable su "último centro". Se ve también que la comunicación fuerte es primero, es un dato simple, apariencia suprema de la existencia, que se revela a nosotros en la multiplicidad de las conciencias y en su comunicabilidad. La actividad habitual de los seres -lo que llamamos "nuestras ocupaciones"- les separa de los momentos privilegiados de la comunicación fuerte, que son el fundamento de la sensualidad y de las fiestas, que son el fundamento del drama, del amor, la separación y la muerte. Estos momentos no son iguales entre sí: con frecuencia los buscamos por ellos mismos (siendo así que sólo tienen sentido en el instante y que es contradictorio concertar su retorno); podemos conseguirlo con la ayuda de pobres medios. Pero no importa: no podemos prescindir de la reparación (aunque sea dolorosa, desgarradora) del instante en que la impenetrabilidad se revela a las conciencias que se unen y se penetran de una manera ilimitada.

Ante la posibilidad de no ser definitivamente o demasiado cruelmente desgarrados, mantenemos con el escándalo que a todo precio queremos levantar -y del que queremos huir- un vínculo indefectible, pero lo menos doloroso que nos es dado, tanto en religión como en arte (en arte, que heredó parte de los derechos de la religión). La cuestión de la comunicación está siempre poseída en la expresión literaria: ésta es poética o no es nada (sólo la búsqueda de conciertos particulares o la enseñanza de verdades subalternas que Sartre designa al hablar de la prosa).