Fragmento de "La voluntad de sufrir y los compasivos" (La gaya scienza, 1882)
- Friedrich Nietzsche
¿Os conviene ser ante todo hombres compasivos? ¿Conviene a los que padecen que los compadezcáis? Quede por un momento sin contestación la primera pregunta. Lo que nos hace padecer más honda y personalmente es casi incomprensible e inasequible para los demás; por eso permanecemos ocultos para el prójimo, aunque comamos con él en el mismo plato.
Nuestro dolor es mal interpretado por quienquiera que observe que padecemos, pues lo propio del sentimiento de compasión es despojar al dolor ajeno de lo que tiene de personal. Nuestros bienhechores rebajan más que nuestros enemigos nuestro valor y nuestra voluntad. En la mayor parte de los beneficios que se hacen a los desgraciados hay algo que indigna, por la indiferencia intelectual con que el compasivo se pone a jugar al destino sin saber nada de las consecuencias y complicaciones interiores que para mí o para ti se llaman infortunio. Toda la economía de mi alma, su equilibrio ante la desgracia, las nuevas fuentes que abre y las necesidades nuevas que de ella dimanan, las viejas heridas que se cierran, las épocas enteras de lo pasado que son arrolladas, de todo esto que con la desgracia se liga, no se preocupa nuestro buen compasivo: quiere socorrer y no piensa que la desgracia puede ser una necesidad personal y que tú o yo podemos necesitar tanto del terror, de las privaciones, de la pobreza, de los sobresaltos, de las aventuras, de los peligros y de los desengaños, como de los bienes contrarios; diciéndolo en términos de mística: el sendero de nuestro cielo pasa por la voluptuosidad de nuestro infierno. El compasivo no sabe nada de esto, el corazón le manda socorrer y cree hacerlo mejor cuanto más pronto socorre. Si vosotros, los partidarios de esa religión, experimentáis en verdad hacia vosotros mismos un sentimiento semejante al que os inspira el prójimo; si no queréis conservar vuestro dolor una hora y estáis siempre previniendo de lejos cualquier desgracia imaginable; si el dolor y las molestias os parecen en general cosas malas, odiosas, dignas de ser suprimidas, como una mancha de la vida, entonces, además de vuestra religión de caridad tenéis otra religión en el corazón: la religión del bienestar.
Mas ¡ay! ¡cuán poco conocéis la felicidad humana, seres comodones y buenazos, pues la felicidad y la desgracia son hermanas gemelas que, o crecen juntas o, como sucede en vuestro caso, se quedan ambas pequeñas! ¿Cómo es posible seguir el propio camino sin desviarse? A cada paso nos llama una voz al lado y rara vez miran los ojos algo que nos invite a acercarnos y nos obligue a descuidar nuestros negocios. Bien sé que hay cien maneras honestas y loables de desviarse del propio camino, maneras por cierto muy morales. Los predicadores de la moral y de la compasión llegan al presente hasta a sostener que apartarse de su camino para socorrer al prójimo es lo único moral. Y por mi parte sé, con absoluta certeza, que basta abandonarse un instante a cualquier ajena miseria que sea verdadera para perderse uno mismo. (...) Sí, hay una secreta seducción en todos esos impulsos de la compasión, en todas esas peticiones de auxilio, pues nuestro camino propio es cosa demasiado dura y exigente, algo que está muy lejos del amor y de la gratitud de los demás, y con placer nos escapamos de él y de nuestra conciencia individual para refugiarnos en la conciencia de los demás y en el templo encantador de la Religión de la caridad. (...) Y aunque me callo aquí ciertas cosas, no quiero callarme lo que mi moral me ordena: vive ignorado para que puedas vivir para ti; vive ignorante de lo que más importe a tu época. Pon entre ti y la actualidad, al menos, el espesor de tres siglos: ¡que no lleguen a ti más que como un murmullo los clamores del día, el ruido de las guerras y de las revoluciones! Y tú también querrás socorrer, pero sólo a aquellos cuyo pesar comprendas por completo, porque participaron contigo de alguna común alegría o esperanza; sólo a tus amigos, y a esos les socorrerás tan sólo al modo que te socorres a ti mismo. Quiero hacerles más valientes, más sufridos, más sencillos y más alegres. Quiero enseñarles lo que hoy comprenden tan pocos y menos que nadie los predicadores de la compasión: no el dolor común, sino la común alegría.
- Friedrich Nietzsche
¿Os conviene ser ante todo hombres compasivos? ¿Conviene a los que padecen que los compadezcáis? Quede por un momento sin contestación la primera pregunta. Lo que nos hace padecer más honda y personalmente es casi incomprensible e inasequible para los demás; por eso permanecemos ocultos para el prójimo, aunque comamos con él en el mismo plato.
Nuestro dolor es mal interpretado por quienquiera que observe que padecemos, pues lo propio del sentimiento de compasión es despojar al dolor ajeno de lo que tiene de personal. Nuestros bienhechores rebajan más que nuestros enemigos nuestro valor y nuestra voluntad. En la mayor parte de los beneficios que se hacen a los desgraciados hay algo que indigna, por la indiferencia intelectual con que el compasivo se pone a jugar al destino sin saber nada de las consecuencias y complicaciones interiores que para mí o para ti se llaman infortunio. Toda la economía de mi alma, su equilibrio ante la desgracia, las nuevas fuentes que abre y las necesidades nuevas que de ella dimanan, las viejas heridas que se cierran, las épocas enteras de lo pasado que son arrolladas, de todo esto que con la desgracia se liga, no se preocupa nuestro buen compasivo: quiere socorrer y no piensa que la desgracia puede ser una necesidad personal y que tú o yo podemos necesitar tanto del terror, de las privaciones, de la pobreza, de los sobresaltos, de las aventuras, de los peligros y de los desengaños, como de los bienes contrarios; diciéndolo en términos de mística: el sendero de nuestro cielo pasa por la voluptuosidad de nuestro infierno. El compasivo no sabe nada de esto, el corazón le manda socorrer y cree hacerlo mejor cuanto más pronto socorre. Si vosotros, los partidarios de esa religión, experimentáis en verdad hacia vosotros mismos un sentimiento semejante al que os inspira el prójimo; si no queréis conservar vuestro dolor una hora y estáis siempre previniendo de lejos cualquier desgracia imaginable; si el dolor y las molestias os parecen en general cosas malas, odiosas, dignas de ser suprimidas, como una mancha de la vida, entonces, además de vuestra religión de caridad tenéis otra religión en el corazón: la religión del bienestar.
Mas ¡ay! ¡cuán poco conocéis la felicidad humana, seres comodones y buenazos, pues la felicidad y la desgracia son hermanas gemelas que, o crecen juntas o, como sucede en vuestro caso, se quedan ambas pequeñas! ¿Cómo es posible seguir el propio camino sin desviarse? A cada paso nos llama una voz al lado y rara vez miran los ojos algo que nos invite a acercarnos y nos obligue a descuidar nuestros negocios. Bien sé que hay cien maneras honestas y loables de desviarse del propio camino, maneras por cierto muy morales. Los predicadores de la moral y de la compasión llegan al presente hasta a sostener que apartarse de su camino para socorrer al prójimo es lo único moral. Y por mi parte sé, con absoluta certeza, que basta abandonarse un instante a cualquier ajena miseria que sea verdadera para perderse uno mismo. (...) Sí, hay una secreta seducción en todos esos impulsos de la compasión, en todas esas peticiones de auxilio, pues nuestro camino propio es cosa demasiado dura y exigente, algo que está muy lejos del amor y de la gratitud de los demás, y con placer nos escapamos de él y de nuestra conciencia individual para refugiarnos en la conciencia de los demás y en el templo encantador de la Religión de la caridad. (...) Y aunque me callo aquí ciertas cosas, no quiero callarme lo que mi moral me ordena: vive ignorado para que puedas vivir para ti; vive ignorante de lo que más importe a tu época. Pon entre ti y la actualidad, al menos, el espesor de tres siglos: ¡que no lleguen a ti más que como un murmullo los clamores del día, el ruido de las guerras y de las revoluciones! Y tú también querrás socorrer, pero sólo a aquellos cuyo pesar comprendas por completo, porque participaron contigo de alguna común alegría o esperanza; sólo a tus amigos, y a esos les socorrerás tan sólo al modo que te socorres a ti mismo. Quiero hacerles más valientes, más sufridos, más sencillos y más alegres. Quiero enseñarles lo que hoy comprenden tan pocos y menos que nadie los predicadores de la compasión: no el dolor común, sino la común alegría.
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