jueves, 24 de abril de 2008

El origen de la tragedia - F. Nietzsche

Fragmento de "El origen de la tragedia".
Friedrich Nietzsche, 1872

(...) Pero en la medida en que el sujeto es artista, está redimido ya de su voluntad individual y se ha convertido, por así decirlo, en un medium a través del cual el único sujeto verdaderamente existente festeja su redención en la apariencia. Pues tiene que quedar claro sobre todo, para humillación y exaltación nuestras, que la comedia entera del arte no es representada en modo alguno para nosotros, con la finalidad tal vez de mejorarnos y formarnos; más aún, que tampoco somos nosotros los auténticos creadores de ese mundo de arte: lo que sí nos es lícito suponer de nosotros mismos es que para el verdadero creador de ese mundo somos imágenes y proyecciones artísticas, y que nuestra suprema dignidad la tenemos en significar obras de arte -pues sólo como fenómeno estético están eternamente justificados la existencia y el mundo:- mientras que, ciertamente, nuestra consciencia acerca de ese significado nuestro apenas es distinta de la que unos guerreros pintados sobre un lienzo tienen de la batalla representada en el mismo. Por tanto, todo nuestro saber artístico es en el fondo un saber completamente ilusorio, dado que, en cuanto poseedores de él, no estamos unificados ni identificados con aquel ser que, por ser creador y espectador único de aquella comedia de arte, se procura un goce eterno a sí mismo.

martes, 22 de abril de 2008

Historia de vampiros - Mario Benedetti

Historia de vampiros
- Mario Benedetti


Era un vampiro que sorbía agua
por las noches y por las madrugadas
al mediodía y en la cena.

Era abstemio de sangre
y por eso el bochorno
de los otros vampiros
y de las vampiresas.

Contra viento y marea se propuso
fundar una bandada de vampiros anónimos,
hizo campaña bajo la menguante
bajo la llena y la creciente
sus modestas pancartas proclamaban
vampiros beban agua
la sangre trae cáncer.

Es claro, los quirópteros
reunidos en su ágora de sombras
opinaron que eso era inaudito,
aquel loco, aquel alucinado
podía convencer a los vampiros flojos
esos que liban boldo tras la sangre.

De modo que una noche
con nubes de tormenta,
cinco vampiros fuertes
sedientos de hematíes, plaquetas, leucocitos
rodearon al chiflado, al insurrecto,
y acabaron con él y su imprudencia.

Cuando por fin la luna
pudo asomarse
vio allá abajo
el pobre cuerpo del vampiro anónimo
con cinco heridas que manaban,
formando un gran charco de agua.

Lo que no pudo ver la luna
fue que los cinco ejecutores
se refugiaban en un árbol
y a su pesar reconocían
que aquello no sabía mal.

Desde esa noche que fue histórica
ni los vampiros ni las vampiresas
chupan más sangre,
resolvieron por unanimidad pasarse al agua.

Como suele ocurrir en estos casos
el singular vampiro anónimo
es venerado como un mártir.

miércoles, 16 de abril de 2008

Los hermanos Karamazov

Fragmento de "Los hermanos Karamazov"
Fedor Dostoievsky

-Oye -dijo el starets-, un gran santo de la antigüedad vio en el templo a una madre que lloraba como lloras tú, porque el Señor se le había llevado a su hijito. Y el santo le dijo: «Tú no sabes lo atrevidos que son estos niños ante el trono de Dios. En el reino de los cielos no hay nadie que tenga el atrevimiento que tienen esas criaturas. Le dicen a Dios que les ha dado la vida, pero que se la han vuelto a quitar apenas han visto la luz. Y tanto insisten y reclaman, que el Señor los hace ángeles. Por eso debes alegrarte en vez de llorar, ya que tu hijito está ahora con el Señor, en el coro de ángeles.» Esto es lo que dijo en la antigüedad un santo a una mujer que lloraba. Era un gran santo y lo que decía era la pura verdad. Así, tu hijo está ante el trono del Señor, y se divierte y ruega a Dios por ti. Llora si quieres, pero alégrate.

(...)

Ciertos moralistas desharrapados y tuberculosos, sobre todo los poetas, califican de vil esta sed de vida. Este afán de vivir a toda costa es un rasgo característico de los Karamazov, y tú también lo sientes; ¿pero por qué ha de ser vil? Todavía hay mucha fuerza centrípeta en el planeta, Aliocha. Uno quiere vivir y yo vivo incluso a despecho de la lógica. No creo en el orden universal, pero adoro los tiernos brotes primaverales y el cielo azul, y quiero a ciertas personas no sé por qué. Admiro el heroísmo; ya hace tiempo que no creo en él, pero te sigo admirando por costumbre... Mira, ya te traen la sopa de pescado. Buen provecho. Aquí la hacen muy bien...

(...)

Imagínate que, en definitiva, no admita este mundo de Dios, aunque sepa que existe. Observa que no es a Dios a quien rechazo, sino a la creación: esto y sólo esto es lo que me niego a aceptar. Me explicaré: puedo admitir ciegamente, como un niño, que el dolor desaparecerá del mundo, que la irritante comedia de las contradicciones humanas se desvanecerá como un miserable espejismo, como una vil manifestación de una impotencia mezquina, como un átomo de la mente de Euclides; que al final del drama, cuando aparezca la armonía eterna, se producirá una revelación tan hermosa que conmoverá a todos los corazones, calmará todos los grados de la indignación y absolverá de todos los crímenes y de la sangre derramada. De modo que se podrá no sólo perdonar, sino justificar todo lo que ha ocurrido en la tierra. Todo esto podrá suceder, pero yo no lo admito, no quiero admitirlo.

(...)

-¿Quieres explicarme por qué "no admites el mundo"?

-Desde luego. Esto no es ningún secreto, y te lo iba a explicar. Hermanito, mi propósito no es pervertirte ni quebrantar tu fe. Al contrario, lo que deseo es purificarme con tu contacto.

Iván dijo esto con una sonrisa infantil. Aliocha no le había visto nunca sonreír de este modo.

(...)

-Por cierto -dijo Iván como si no hubiera oído a su hermano-, que un búlgaro me ha contado hace poco en Moscú las atrocidades que los turcos y los cherqueses cometen en su país. Temiendo un levantamiento general de los eslavos, incendian, estrangulan, violan a las mujeres y a los niños. Clavan a los prisioneros por las orejas en las empalizadas y así los tienen toda la noche. A la mañana siguiente los cuelgan. A veces, se compara la crueldad del hombre con la de las fieras, y esto es injuriar a las fieras. Porque las fieras no alcanzan nunca el refinamiento de los hombres. El tigre se limita a destrozar a su presa y a devorarla. Nunca se le ocurriría clavar a las personas por las orejas, aunque pudiera hacerlo. Los turcos torturan a los niños con sádica satisfacción; los arrancan del regazo materno y los arrojan al aire para recibirlos en las puntas de sus bayonetas, a la vista de las madres, cuya presencia se considera como el principal atractivo del espectáculo. He aquí otra escena que me horrorizó: un niño de pecho en brazos de su temblorosa madre y, en torno de ambos, los turcos. A éstos se les ocurre una broma. Empiezan a hacer carantoñas al bebé hasta que consiguen hacerle reír. Entonces uno de los soldados le encañona de cerca con su revólver. El niño intenta coger el "juguete" con sus manitas, y, en este momento, el refinado bromista aprieta el gatillo y le destroza la cabeza. Dicen que los turcos aman los placeres.

-¿Para qué hablar de eso, hermano?

(...)

Se dice que todo esto es indispensable para que en la mente del hombre se establezca la distinción entre el bien y el mal. ¿Pero para qué queremos esta distinción diabólica pagada a tan alto precio? Toda la sabiduría del mundo es insuficiente para pagar las lágrimas de los niños. No hablo de los dolores morales de los adultos, porque los adultos han saboreado el fruto prohibido. ¡Que el diablo se los lleve! ¡Pero los niños...! Veo en tu cara que te estoy hiriendo, Aliocha. ¿Quieres que me calle?

-No, yo también quiero sufrir. Continúa.

(...)

-Oye, Aliocha: me he limitado a hablar de los niños para ser más claro. No he hablado de las lágrimas humanas que saturan la tierra, para ser más breve. Confieso humildemente que no comprendo la razón de este estado de cosas. La culpa es sólo de los hombres. Se les dio el paraíso y codiciaron la libertad, aun sabiendo que serían desgraciados. Por lo tanto, no merecen piedad alguna. Mi pobre mente terrenal me permite comprender solamente que el dolor existe, que no hay culpables, que todo se encadena, que todo pasa y se equilibra. Éstas son las pataratas de Euclides, y yo no puedo vivir apoyándome en ellas. ¿En qué me puede satisfacer todo esto? Lo que necesito es una compensación; de lo contrario, desapareceré. Y no una compensación en cualquier parte, en el infinito, sino aquí abajo, una compensación que yo pueda ver. Yo he creído, y quiero ser testigo del resultado, y si entonces ya he muerto, que me resuciten. Sería muy triste que todo ocurriese sin que yo lo percibiera. No quiero que mi cuerpo, con sus sufrimientos y sus faltas, sirva tan sólo para contribuir a la armonía futura en beneficio de no sé quién. Quiero ver con mis propios ojos a la cierva durmiendo junto al león, a la víctima besando a su verdugo. Sobre este deseo reposan todas las religiones, y yo tengo fe. Quiero estar presente cuando todos se enteren del porqué de las cosas. ¿Pero qué papel tienen en todo esto los niños? No puedo resolver esta cuestión. Todos han de contribuir con su sufrimiento a la armonía eterna, ¿pero por qué han de participar en ello los niños? No se comprende por qué también ellos han de padecer para cooperar al logro de esa armonía, por qué han de servir de material para prepararla. Comprendo la solidaridad entre el pecado y el castigo, pero ésta no puede aplicarse a un niño inocente. Que éste sea culpable de las faltas de sus padres es una cuestión que no pertenece a nuestro mundo y que yo no comprendo. El malintencionado afirmará que los niños irán creciendo y llegarán a la edad de los pecados, pero el chiquillo que murió destrozado por los perros no tuvo tiempo de crecer... No estoy blasfemando, Aliocha. Comprendo cómo se estremecerá el universo cuando el cielo y la tierra se unan en un grito de alegría, cuando todo lo que vive o haya vivido exclame: «¡Tienes razón, Señor! ¡Se nos han revelado tus caminos!»; cuando el verdugo, la madre y el niño se abracen y digan con lágrimas en los ojos: «¡Tienes razón, Señor!» Sin duda, entonces se hará la luz y todo se explicará. Lo malo es que yo no puedo admitir semejante solución. Y procedo en consecuencia durante mi estancia en este mundo. Créeme, Aliocha: acaso viva hasta ese momento o resucite entonces, tal vez grite con todos los demás, cuando la madre abrace al verdugo de su hijo: «¡Tienes razón, Señor!», pero lo haré contra mi voluntad. Ahora que puedo, me niego a aceptar esta armonía superior. Opino que vale menos que una lágrima de niño, una lágrima de esa pobre criatura que se golpeaba el pecho y rogaba a Dios en su rincón infecto. Sí, esa armonía vale menos que estas lágrimas que no se han pagado. Mientras sea así, no se puede hablar de armonía. Borrar esas lágrimas es imposible. «Los verdugos padecerán en el infierno», me dirás. ¿Pero qué valor puede tener este castigo, cuando los niños han tenido también su infierno? Por otra parte, ¿qué armonía es esa que requiere el infierno? Yo deseo el perdón, el beso universal, la supresión del dolor. Y si el tormento de los niños ha de contribuir al conjunto de los dolores necesarios para la adquisición de la verdad, afirmo con plena convicción que tal verdad no vale un precio tan alto. No quiero que la madre perdone al verdugo: no tiene derecho a hacerlo. Le puede perdonar su dolor de madre, pero no el de su hijo, despedazado por los perros. Aunque su hijo concediera el perdón, ella no tiene derecho a concederlo. Y si el derecho de perdonar no existe, ¿adónde va a parar la armonía eterna? ¿Hay en el mundo algún ser que tenga tal derecho? Mi amor a la humanidad me impide desear esa armonía. Prefiero conservar mis dolores y mi indignación no rescatados, ¡aunque me equivoque! Además, se ha enrarecido la armonía eterna. Cuesta demasiado la entrada. Prefiero devolver la mía. Como hombre honrado, estoy dispuesto a devolverla inmediatamente. Ésta es mi posición. No niego la existencia de Dios, pero, con todo respeto, le devuelvo la entrada.

lunes, 14 de abril de 2008

La historia de Jan y Samalia - H.P. Lovecraft

La historia de Jan y Samalia
- H.P. Lovecraft

Sucedió en el año 1284 y todavía hoy en el pueblo de Telecomb's Tye -antaño se llamaba de otra forma que los escritores no recogen-, se habla de la historia de Jan y Samalia. Y es más: todavía hoy durante las noches de luna nueva se pueden apreciar en la playa los movimientos de dos resplandecientes figuras. Son las sombras de un hombre joven y alto, con melena del color del azabache y de una muchacha de larguísimos cabellos plateados que parecen flotar cuando el viento de la noche los acaricia. Ambos componen una bellísima imagen; pero si alguno de ustedes, amigos, se cruzan con ellos no se detengan para observarlos y prosigan con rapidez su camino; traten de evitar la curiosidad o permanecerán con ellos para siempre en el reino de las eternas sombras.

Jan y Samalia eran los muchachos más atractivos de Telecomb's Tye. Tras muchos años de noviazgo -más de diez- se desposaron y durante varios años fueron felices. Jan era marinero y en sus repetidas ausencias por tener que hacerse a la mar, Samalia cuidaba del hogar, bordaba y cantaba mirando a la ventana que dominaba la bahía en espera de ver regresar el barco de su esposo. Cuando Jan regresaba de la pesca de cada mes, Samalia salía a la playa e indicaba a su marido cuál era el momento más propicio para iniciar las maniobras de desembarco. Gracias a una lámpara de aceite que arrojaba una luz muy tenue pero suficiente, entre ambos conseguían que la nave de Jan no encallara entre los riscos. Y es que en esa parte de la playa la resaca es muy fuerte y los escollos demasiados peligrosos hasta para un experto navegante.

Naturalmente, para los habitantes de Telecomb's Tye era una estampa habitual ver llegar a Samalia en la grupa de su caballo, procedente de la casa que habitaban en la cumbre de la colina para esperar el regreso de Jan. Pero una noche el desembarco no llegó para nadie. Impresionantes nubes de un desalentador color gris tenían su vientre cargado de lluvia. Durante todo el día habían amenazado con verter su contenido líquido hasta que, a última hora de la tarde, estalló la tempestad con toda la violencia que podía ser posible. Olas gigantescas comenzaron a estrellarse de forma brutal contra los riscos y los acantilados de la bahía. La tempestad, lejos de amainar, se endureció con la llegada de la noche manifestando todo el poder de que es capaz una naturaleza enfurecida.

Las mujeres del pueblo, asustadas ante la magnitud de la tempestad, decidieron acudir a refugiarse en la iglesia y elevar plegarias a Dios para, de esta forma, proteger a todos los hombres que en ese momento se hallaran en la mar. La campana de la iglesia resonaba con lentos repiques para orientar a unos hombres que, en medio del mar, se hallaban entre la vida y la muerte. La única persona de Telecomb's Tye que no acudió al lugar sagrado fue Samalia quien, desafiando a todos los elementos, había acudido a la playa, donde al abrigo de una gran roca cóncava se quedó esperando la llegada de Jan, una llegada que no se produjo.

La luz de la mañana acarició el rostro adusto de Samalia. Esos primeros rayos de sol después de tan terrible tempestad traían, por un lado, la esperanza de que todo lo peor ya había pasado y, por otro lado, la desesperanza de no saber nada de Jan. De improviso, y después de ponerse la mano derecha en la frente a modo de visera, Samalia alcanzó a ver una pequeña embarcación con un puñado de hombres extenuados y completamente empapados que arribaba a la costa. Sus ojos reflejaban el terror tras la terrible noche que habían vivido en alta mar presos de la furia desatada de los elementos. Sólo llegaron seis de los catorce hombres que habían partido dos días atrás del pequeño puerto del pueblo. Narraron, entre sollozos, cómo sus compañeros habían perecido tragados por la mar embravecida y, entre ellos, el pobre Jan.

Transcurrieron los meses y Samalia se aisló por completo del mundo. Siempre estaba sola en su casa de la cima de la colina y su pensamiento sólo era para una persona: Jan. Y cuando no pensaba en él, era el propio Jan el que acudía a la mente de Samalia. Así pasaron los meses hasta que un año después, el día del primer aniversario de la muerte de Jan, se volvió a formar una tormenta de dimensiones parecidas a la de aquella fatal noche del 14 de Abril de 1285. Samalia no podía conciliar el sueño en parte por el gran estrépito producido por la tempestad y, en parte, por el recuerdo doloroso de Jan. De repente, a Samalia le pareció oir unos golpes en la puerta. Estaba semidormida o, mejor dicho, perdida entre sus pensamientos, pero aquellos golpes le resultaron demasiado familiares. Pensó que se trataba de su imaginación desbordada que le gastaba una broma demasiado cruel, pero la llamada se repitió de nuevo. Era la misma forma de golpear la puerta que tenía Jan cuando regresaba a casa. El temor, el ansia y la esperanza se entremezclaron. Se levantó del lecho y, muy nerviosa, acudió hacia la puerta entre temblores. Cuando llegó al pomo un instante de vacilación la paralizó. Y en ese momento los golpes se repitieron. Su corazón palpitaba con la misma furia que la tempestad, pero Samalia abrió la puerta. Allí estaba Jan, mirándola con infinito amor.

Quiso echarse en sus brazos; quiso apretarse contra su cuerpo húmedo y viril, pero algo la paralizó cuando, por un instante, se detuvo a observarle con más detenimiento: su cuerpo era transparente y, a través del mismo, podía ver las luces de la bahía y el resplandor difuso y extraño de la luna que iluminaba el umbral de la casa.

Una lágrima comenzó a recorrer el rostro de Samalia y, en ese preciso instante, Jan habló. Relató la terrible tempestad y la lucha que había tenido que mantener aferrado al mástil de proa para no irse a pique; le habló de todo: del fuerte oleaje; de su rendición y de su muerte, y de lo más importante, de que su último pensamiento había sido para ella, para su mujer, para Samalia. La mano de Jan rozó el rostro de Samalia y ella sintió que un hálito ligero la envolvía por completo y la levantaba del suelo. Jan le hizo una solemne promesa, como sólo pueden hacerla los muertos: si en cada novilunio Samalia acudía a la playa con una antorcha él volvería para verla hasta el día en que pudiera llevársela con él.

Y así ocurrió. En cada novilunio surgía del mar la figura fantasmagórica de Jan guiado por la luz tenue del candil de Samalia haste que una noche de invierno los habitantes de Telecomb's Tye vieron a Samalia acercarse demasiado a la orilla del mar. Una fiebre desconocida la estaba consumiendo desde hacía tiempo y los médicos no daban con la solución para atajar el misterioso mal que la envolvía. Del mar, repentinamente encrespado por una tempestad súbita, surgió una plateada embarcación luminosa en la que estaba Jan, quien tomando entre sus brazos a Samalia, se alejó con ella adentrándose en el infinito mar. Las mujeres que estaban en la playa esperando a sus hombres les vieron desaparecer en el momento en el que el mar se calmó.

Desde ese día, cuando en el novilunio el mar se torna bravío, se ve la figura de una embarcacíon luminosa en un punto alejado del puerto de Telecomb's Tye. Incluso, hay quien afirma haber visto a Jan y Samalia felices, sobre un caballo blanco, dirigirse hacia la colina donde hace más de seiscientos años existió una casa. Hoy no queda nada de aquella vivienda. Sólo las lomas y las figuras incorpóreas de dos amantes que aún no han traspasado el tránsito entre este mundo y el otro.

martes, 8 de abril de 2008

Opio

Opio.
Enrique Bunbury - Héroes del silencio.


Es el opio la flor de la pereza

hasta que llego a ser sólo existencia.

El humo de leche muge lento

extendiendo el sabor del universo...


El que nada hace nada teme

De terrenal sabrás lo celeste,

un oscuro derecho a la delicia

¿será un sueño, o será mentira?


Las cosas más triviales,

se vuelven fundamentales

eliminando los moldes del azar.


Como se agita el viento
sin alimento

escucha mi canto abierto de par
en par


Replegado en la madriguera

como un animal acosado

bajo el efecto de la adormidera

y el peso de mis pestañas.


Esquirlas de aire

arcano indescifrable

en el jardín de mis delicias

pertenezco a la brisa.


Inhalo la niebla

que flota en el Ganges.


El aceite de incienso

nos servirá de consuelo.