lunes, 14 de abril de 2008

La historia de Jan y Samalia - H.P. Lovecraft

La historia de Jan y Samalia
- H.P. Lovecraft

Sucedió en el año 1284 y todavía hoy en el pueblo de Telecomb's Tye -antaño se llamaba de otra forma que los escritores no recogen-, se habla de la historia de Jan y Samalia. Y es más: todavía hoy durante las noches de luna nueva se pueden apreciar en la playa los movimientos de dos resplandecientes figuras. Son las sombras de un hombre joven y alto, con melena del color del azabache y de una muchacha de larguísimos cabellos plateados que parecen flotar cuando el viento de la noche los acaricia. Ambos componen una bellísima imagen; pero si alguno de ustedes, amigos, se cruzan con ellos no se detengan para observarlos y prosigan con rapidez su camino; traten de evitar la curiosidad o permanecerán con ellos para siempre en el reino de las eternas sombras.

Jan y Samalia eran los muchachos más atractivos de Telecomb's Tye. Tras muchos años de noviazgo -más de diez- se desposaron y durante varios años fueron felices. Jan era marinero y en sus repetidas ausencias por tener que hacerse a la mar, Samalia cuidaba del hogar, bordaba y cantaba mirando a la ventana que dominaba la bahía en espera de ver regresar el barco de su esposo. Cuando Jan regresaba de la pesca de cada mes, Samalia salía a la playa e indicaba a su marido cuál era el momento más propicio para iniciar las maniobras de desembarco. Gracias a una lámpara de aceite que arrojaba una luz muy tenue pero suficiente, entre ambos conseguían que la nave de Jan no encallara entre los riscos. Y es que en esa parte de la playa la resaca es muy fuerte y los escollos demasiados peligrosos hasta para un experto navegante.

Naturalmente, para los habitantes de Telecomb's Tye era una estampa habitual ver llegar a Samalia en la grupa de su caballo, procedente de la casa que habitaban en la cumbre de la colina para esperar el regreso de Jan. Pero una noche el desembarco no llegó para nadie. Impresionantes nubes de un desalentador color gris tenían su vientre cargado de lluvia. Durante todo el día habían amenazado con verter su contenido líquido hasta que, a última hora de la tarde, estalló la tempestad con toda la violencia que podía ser posible. Olas gigantescas comenzaron a estrellarse de forma brutal contra los riscos y los acantilados de la bahía. La tempestad, lejos de amainar, se endureció con la llegada de la noche manifestando todo el poder de que es capaz una naturaleza enfurecida.

Las mujeres del pueblo, asustadas ante la magnitud de la tempestad, decidieron acudir a refugiarse en la iglesia y elevar plegarias a Dios para, de esta forma, proteger a todos los hombres que en ese momento se hallaran en la mar. La campana de la iglesia resonaba con lentos repiques para orientar a unos hombres que, en medio del mar, se hallaban entre la vida y la muerte. La única persona de Telecomb's Tye que no acudió al lugar sagrado fue Samalia quien, desafiando a todos los elementos, había acudido a la playa, donde al abrigo de una gran roca cóncava se quedó esperando la llegada de Jan, una llegada que no se produjo.

La luz de la mañana acarició el rostro adusto de Samalia. Esos primeros rayos de sol después de tan terrible tempestad traían, por un lado, la esperanza de que todo lo peor ya había pasado y, por otro lado, la desesperanza de no saber nada de Jan. De improviso, y después de ponerse la mano derecha en la frente a modo de visera, Samalia alcanzó a ver una pequeña embarcación con un puñado de hombres extenuados y completamente empapados que arribaba a la costa. Sus ojos reflejaban el terror tras la terrible noche que habían vivido en alta mar presos de la furia desatada de los elementos. Sólo llegaron seis de los catorce hombres que habían partido dos días atrás del pequeño puerto del pueblo. Narraron, entre sollozos, cómo sus compañeros habían perecido tragados por la mar embravecida y, entre ellos, el pobre Jan.

Transcurrieron los meses y Samalia se aisló por completo del mundo. Siempre estaba sola en su casa de la cima de la colina y su pensamiento sólo era para una persona: Jan. Y cuando no pensaba en él, era el propio Jan el que acudía a la mente de Samalia. Así pasaron los meses hasta que un año después, el día del primer aniversario de la muerte de Jan, se volvió a formar una tormenta de dimensiones parecidas a la de aquella fatal noche del 14 de Abril de 1285. Samalia no podía conciliar el sueño en parte por el gran estrépito producido por la tempestad y, en parte, por el recuerdo doloroso de Jan. De repente, a Samalia le pareció oir unos golpes en la puerta. Estaba semidormida o, mejor dicho, perdida entre sus pensamientos, pero aquellos golpes le resultaron demasiado familiares. Pensó que se trataba de su imaginación desbordada que le gastaba una broma demasiado cruel, pero la llamada se repitió de nuevo. Era la misma forma de golpear la puerta que tenía Jan cuando regresaba a casa. El temor, el ansia y la esperanza se entremezclaron. Se levantó del lecho y, muy nerviosa, acudió hacia la puerta entre temblores. Cuando llegó al pomo un instante de vacilación la paralizó. Y en ese momento los golpes se repitieron. Su corazón palpitaba con la misma furia que la tempestad, pero Samalia abrió la puerta. Allí estaba Jan, mirándola con infinito amor.

Quiso echarse en sus brazos; quiso apretarse contra su cuerpo húmedo y viril, pero algo la paralizó cuando, por un instante, se detuvo a observarle con más detenimiento: su cuerpo era transparente y, a través del mismo, podía ver las luces de la bahía y el resplandor difuso y extraño de la luna que iluminaba el umbral de la casa.

Una lágrima comenzó a recorrer el rostro de Samalia y, en ese preciso instante, Jan habló. Relató la terrible tempestad y la lucha que había tenido que mantener aferrado al mástil de proa para no irse a pique; le habló de todo: del fuerte oleaje; de su rendición y de su muerte, y de lo más importante, de que su último pensamiento había sido para ella, para su mujer, para Samalia. La mano de Jan rozó el rostro de Samalia y ella sintió que un hálito ligero la envolvía por completo y la levantaba del suelo. Jan le hizo una solemne promesa, como sólo pueden hacerla los muertos: si en cada novilunio Samalia acudía a la playa con una antorcha él volvería para verla hasta el día en que pudiera llevársela con él.

Y así ocurrió. En cada novilunio surgía del mar la figura fantasmagórica de Jan guiado por la luz tenue del candil de Samalia haste que una noche de invierno los habitantes de Telecomb's Tye vieron a Samalia acercarse demasiado a la orilla del mar. Una fiebre desconocida la estaba consumiendo desde hacía tiempo y los médicos no daban con la solución para atajar el misterioso mal que la envolvía. Del mar, repentinamente encrespado por una tempestad súbita, surgió una plateada embarcación luminosa en la que estaba Jan, quien tomando entre sus brazos a Samalia, se alejó con ella adentrándose en el infinito mar. Las mujeres que estaban en la playa esperando a sus hombres les vieron desaparecer en el momento en el que el mar se calmó.

Desde ese día, cuando en el novilunio el mar se torna bravío, se ve la figura de una embarcacíon luminosa en un punto alejado del puerto de Telecomb's Tye. Incluso, hay quien afirma haber visto a Jan y Samalia felices, sobre un caballo blanco, dirigirse hacia la colina donde hace más de seiscientos años existió una casa. Hoy no queda nada de aquella vivienda. Sólo las lomas y las figuras incorpóreas de dos amantes que aún no han traspasado el tránsito entre este mundo y el otro.

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