domingo, 30 de marzo de 2008

Still falls the rain

Still falls the rain (traducción)
- Black Sabbath ?

Todavía cae la lluvia. Los velos de la oscuridad, cual mortajas sobre negros árboles, que se retuercen debido a una violencia incierta, que sus hojas sueltan, y sus ramas ceden, hacia una tierra gris de alas de ave rotas. Entre las hierbas, unas amapolas sangran ante una muerte que gesticula, y unos conejos efebos, nacidos muertos en las trampas, aparecen lívidos, inmóviles, como si velaran custodios el silencio que rodea y amenaza con absorber a todos aquellos que le escucharan... Unos pájaros mudos, cansados de reiterar los terrores del ayer, se amontonan juntos en nichos de esquinas lóbregas, sus cabezas vueltas a la mirada de un cisne negro, muerto, que flota invertido en un pequeño charco, formado en el vacío. De este charco emerge una niebla tenue, sensual, que deja huella mientras sube, para acariciar los pies astillados de una estatua decapitada, de mártir, cuya única hazaña fue morir demasiado pronto, sin poder esperar a perder... La catarata de oscuridad toma forma, ensambla, la noche negra y larga que apenas comienza, mientras, todavía, por el lago una joven princesa, que espera... y, sin ver, cree no ser vista, y sonríe, lánguida a una campana distante que suena, y a la lluvia que todavía cae.

viernes, 28 de marzo de 2008

Mi delirio sobre el Chimborazo - Simón Bolívar

Mi delirio sobre el Chimborazo
- Simón Bolívar (1823).


Yo venía envuelto en el manto de Iris, desde donde paga su tributo el caudaloso Orinoco al dios de las aguas. Había visitado las encantadas fuentes amazónicas, y quise subir al atalaya del Universo. Busqué las huellas de La Condamine y de Humboldt; seguílas audaz, nada me detuvo; llegué a la región glacial, el éter sofocaba mi aliento. Ninguna planta humana había hollado la corona diamantina que pusieron las manos de la Eternidad sobre las sienes excelsas del dominador de los Andes. Yo me dije: este manto de Iris que me ha servido de estandarte, ha recorrido en mis manos sobre regiones infernales, ha surcado los ríos y los mares, ha subido sobre los hombros gigantescos de los Andes; la tierra se ha allanado a los pies de Colombia, y el tiempo no ha podido detener la marcha de la libertad. Belona ha sido humillada por el resplandor de Iris, ¿y no podré yo trepar sobre los cabellos canosos del gigante de la Tierra?

¡Sí podré!

Y arrebatado por la violencia de un espíritu desconocido para mí, que me parecía divino, dejé atrás las huellas de Humboldt, empañando los cristales eternos que circuyen el Chimborazo. Llego como impulsado por el genio que me animaba, y desfallezco al tocar con mi cabeza la copa del firmamento: tenía a mis pies los umbrales del abismo.

Un delirio febril embarga mi mente; me siento como encendido por un fuego extraño y superior. Era el Dios de Colombia que me poseía.

De repente se me presenta el Tiempo bajo el semblante venerable de un viejo cargado con los despojos de las edades: ceñudo, inclinado, calvo, rizada la tez, una hoz en la mano...

"Yo soy el padre de los siglos, soy el arcano de la fama y del secreto, mi madre fue la Eternidad; los límites de mi imperio los señala el Infinito; no hay sepulcro para mí, porque soy más poderoso que la Muerte; miro lo pasado, miro lo futuro, y por mis manos pasa lo presente. ¿Por qué te envaneces, niño o viejo, hombre o héroe? ¿Crees que es algo tu Universo? ¿Que levantaros sobre un átomo de la creación, es elevaros? ¿Pensáis que los instantes que llamáis siglos pueden servir de medida a mis arcanos? ¿Imagináis que habéis visto la "Santa Verdad"? ¿Suponéis locamente que vuestras acciones tienen algún precio a mis ojos? Todo es menos que un punto a la presencia del Infinito que es mi hermano".

Sobrecogido de un terror sagrado, «¿cómo, ¡oh Tiempo! -respondí- no ha de desvanecerse el mísero mortal que ha subido tan alto? He pasado a todos los hombres en fortuna, porque me he elevado sobre la cabeza de todos. Yo domino la tierra con mis plantas; llego al Eterno con mis manos; siento las prisiones infernales bullir bajo mis pasos; estoy mirando junto a mí rutilantes astros, los soles infinitos; mido sin asombro el espacio que encierra la materia, y en tu rostro leo la Historia de lo pasado y los pensamientos del Destino».

"Observa -me dijo-, aprende, conserva en tu mente lo que has visto, dibuja a los ojos de tus semejantes el cuadro del Universo físico, del Universo moral; no escondas los secretos que el cielo te ha revelado: di la verdad a los hombres".

El fantasma desapareció.

Absorto, yerto, por decirlo así, quedé exánime largo tiempo, tendido sobre aquel inmenso diamante que me servía de lecho. En fin, la tremenda voz de Colombia me grita; resucito, me incorporo, abro con mis propias manos los pesados párpados: vuelvo a ser hombre, y escribo mi delirio.

miércoles, 26 de marzo de 2008

Principia Caótica - Pete Carroll

Principia Chaotica: Chaos Magic For The Pandaemonaeon (traducción)
- Pete Carroll

En la Magia Caótica, las creencias no son vistas como fines en sí mismas, sino como medios para crear los efectos deseados. Darse cuenta de esto se traduce en encarar la terrible libertad en la que nada es cierto y en donde todo está permitido; lo que es decir que todo es posible, que no hay certezas, y que las consecuencias pueden ser terribles... La Risa parece ser la única defensa contra la comprensión de que uno no tiene siquiera un yo real.

El propósito de los rituales Caóticos es crear creencias procediendo como si éstas fueran ciertas. Se finge hasta lograr que lo sean, para de esta manera obtener el poder que semejante creencia pueda proveer. Luego, si tienes sentido del humor reirás y buscarás los requisitos o creencias necesarias para lo que sea que quieras hacer luego.

Por eso el Caoísmo proclama la muerte y renacimiento de los dioses. Nuestra creatividad subconsciente y nuestros poderes parapsicológicos son más que adecuados para crear o destruir cualquier dios o ser o demonio; o cualquier otra entidad "espiritual" que podamos escoger para invertir en ella creencia, o dejar de hacerlo... Los resultados frecuentemente asombrosos que se obtienen al crear dioses por el acto de comportarse ritualmente como si existieran, no deberían llevar al Mago del Caos hacia el abismo de atribuirle realidad última a cualquier cosa. Este es el error trascendentalista que conlleva a reducir el espectro del Ser. El verdadero asombro yace en el rango de cosas del que podemos descubrirnos capaces de hacer; sin importar que temporalmente debamos creer que tales efectos provengan de otra fuente para poder crearlos... Los dioses están muertos. ¡Vivan los dioses!

La Magia atrae a aquellos con grandes dosis de presunción e imaginación fértil sumados a una fuerte sospecha de que ambas, realidad y condición humana, tienen cualidad de juego... El juego es abierto y se juega a sí mismo por recreo. Los jugadores pueden establecer sus propias reglas hasta cierto punto, y usar poderes psíquicos si quieren para hacer trampa.

Mago es aquel que ha vendido su alma por el chance de participar más plenamente de la realidad. Sólo cuando nada es cierto y la idea de un yo verdadero es abandonada, es que todo se vuelve permitido... Hay algo de cierto en el mito de Fausto, pero falló al no haber sido llevado hasta sus últimas (y lógicas) consecuencias.

Sólo se necesita aceptar una simple creencia para hacerse Mago: La meta-creencia de que toda creencia es un medio para alcanzar efectos. Este efecto es mucho más fácil observarlo en otros que en uno mismo. Es usualmente fácil ver como otras personas, y de hecho culturas enteras, son habilitadas y/o discapacitadas por las creencias que sostienen. Las creencias tienden a llevar consigo actividades que tienden a reconfirmar la creencia en un círculo que llaman virtuoso y no vicioso, aun cuando sus resultados no sean para nada divertidos... La primera etapa de Ver a través del juego puede ser una iluminación repentina que puede llevar al cinismo o al Budismo. La segunda etapa, que consiste en aplicar tal perspicacia hacia uno mismo, puede destruir la ilusión de un alma y crear a un Mago. La comprensión de que la creencia es un medio más que un fin tiene inmensas consecuencias si es cabalmente aceptada. Dentro de los límites impuestos por la posibilidad física (y estos límites son más flexibles y maleables de lo que la mayoría de la gente cree), uno puede hacer real cualquier creencia que se escoja, incluso aquellas contradictorias... El Mago no lucha por ninguna meta o identidad en particular: mas bien desea la meta-identidad de ser capaz de ser cualquier cosa.

Por lo tanto, bienvenido al Kali-Yuga del Pandaemonaeon donde nada es cierto y donde todo es permisible. Porque en estos días post-absolutistas es mejor construir sobre arenas movedizas que sobre la roca que te confundirá el día que ésta se haga añicos. Los filósofos se han vuelto no más que custodios de sarcasmos útiles, pues el secreto del Universo es que no hay secreto... Todo es Caos y la evolución no va a ningún sitio en específico. Es el puro chance lo que rige el Universo y por tanto, y sólo por esto, es que es la vida buena. Hemos nacido accidentalmente en un mundo aleatorio donde sólo causas similares producen efectos aparentes; y muy poco es predeterminado, gracias al Caos. Como todo es arbitrario y accidental entonces quizás estas palabras quedan muy cortas o peyorativas. Es preferible decir que la vida, el Universo y todo, es espontáneamente mágico y creativo.

Saboreando la realidad estocástica podemos deleitarnos exclusivamente en definiciones mágicas de la existencia. Los caminos del exceso pueden llevar aún al lugar de sabiduría, y muchas cosas indeterminadas pueden pasar en el camino al equilibrio termodinámico. Es vano buscar tierra sólida donde establecerse: La Solidez es una ilusión, como lo es el pie que en ella se para; y el yo que piensa que posee cualquiera es la ilusión más transparente de todas.

Los pesados barcos de la fe están maltrechos ya y se hunden junto a todos los botes salvavidas y demás balsas ingeniosas. Entonces, ¿irás de compras al supermercado de las sensaciones y permitir que tus preferencias consumistas definan tu yo real, o de manera alegre y arriesgada y con pasos ligeros robarás por el sólo placer de hacerlo? Pues la creencia es un medio para alcanzar lo que sea que uno escoja considerar necesario o placentero, y la sensación no tiene más propósito que la sensación. Por lo tanto, entrégate a ellas sin pagar el precio. Sacrifica Verdad por Libertad en toda oportunidad. Hay poco mérito en simplemente ser quien sea que hayas sido destinado a ser por accidente o circunstancias. El Infierno es la experiencia de no tener alternativas.

Rechaza pues las obscenidades de ese maquinado orden con su propósito y uniformidad. Dáte vuelta y encara la marejada de Caos de la que estuvieron huyendo aterrorizados los filósofos por milenios. Salta y monta su ola, brincando en medio de la bizarrés ilimitada que llena de misterio todas las cosas para aquellos que descartan las certidumbres como falsas. Gracias al Caos, jamás la agotaremos. Crea, destruye, goza.

Io Chaos!

lunes, 24 de marzo de 2008

La ciudad de los espejos - Dyanna

Por Dyanna, "Xalamandra"

Sólo a ti se te hubiera ocurrido abrir aquella puerta de madera, toda roída. Claro, por eso ninguno de nosotros descubrió antes el secreto, porque esa mezcla tuya de curiosidad y osadía siempre daba buenos frutos, resultados interesantes. Días después, reflexionando sobre los hechos, no acierto a entender qué te impulsó a abrirla; de hecho no había ni un indicio, ni una seña, nada que indicara que esa puerta daba a la Ciudad de los Espejos.

¡Todavía recuerdo la cara que pusiste! Te quedaste sin habla, mirando aquel brillo, aquel escándalo de luz. Al principio se nos ocurrió que estábamos entrando a un estudio de filmación o algo así, pero la luz no provenía de ninguna fuente puntual, ni siquiera de una zona específica. Aquello no tenía dimensiones, parecía ser un recinto pequeño pero nuestra vista no alcanzaba a ver el fondo. Tú como siempre entraste de primero, pudiendo más tus ganas de saber, de conocer, que la lógica cautela contra lo desconocido. Te confieso que tu valor se nos contagió, porque a mí por lo menos me daba miedo, pero sin embargo entramos todos y comenzamos a explorar. Las paredes eran lisas, muy blancas, podíamos tocarlas e intuir que eran rectas, no curvas, conclusión importante cuando después de un tiempo descubrimos que podíamos dar la vuelta completa en pocos minutos, caminando siempre en el mismo sentido, y una vez que tropezamos con las otras puertas encontramos sin dificultad nuestra puerta de entrada, sin pasar ni una vez por una esquina o doblez, y con la sensación inequívoca de haber caminado en perfecto círculo.

En el centro había una confusión de luz y humo, como en las películas. Hacía mucho frío, pero no era incómodo. De alguna forma sabíamos que no éramos los únicos allí, pero no nos sentíamos intrusos ni invasores. Por el contrario, la sensación de que nos estaban esperando crecía dentro de cada uno de nosotros. Allí empecé a notar que no habíamos dicho ni una sola palabra desde que entramos, y sin embargo no eran necesarias, cada uno sabía con bastante certeza lo que pensábamos y sentíamos los demás, sólo mirándonos a los ojos.

Entonces nos separamos. Los instintos se agudizaron y nos guiaban, nos indicaban qué hacer. Nos miramos por última vez antes de emprender la aventura, como para darnos apoyo, y esa mirada fue una promesa de no dejarnos perder, fue un "nos encontramos aquí" tranquilizador. Me adentré y empecé a ver escenas, lugares, paisajes desconocidos para mi memoria consciente pero sin duda alguna, recordados por alguna parte remota de mi ser. Yo estaba allí, podía verlo todo, cada detalle, cada planta, cada grieta en la pared, cada rostro, cada color, pero eran como hologramas, como reflejos multidimensionales, como imágenes fantasmales, inasibles y etéreas pero infinitamente reales. Veía multitudes de personas, caras desconocidas que no podían verme, en ciudades extrañas viviendo vidas extrañas, soñando y muriendo en doloroso aislamiento, sin comunicarse, sin sentirse, y yo veía su dolor, lo veía en sus rostros como una pesada máscara de hierro, como cadenas que no te dejan caminar. Quería hablarles, decirles que en ese momento mágico yo les percibía, les sentía intensamente con todas las tonalidades de su melancolía y todas las inflexiones de sus esperanzas; quería comunicarles que no debían afligirse por estar solos porque el sentimiento es universal; casi quería gritarles que en ese momento yo era una con cada uno de ellos, pero no me oían, no se daban cuenta de mí; seguían cruzando sus calles ruidosas y entrando en sus oficinas y escribiendo en sus computadoras y viendo sus televisores y hablando sin comunicarse nunca, nunca, nunca.

Era desesperante, saltaron lágrimas a mis ojos y noté que alguien me estaba mirando. Era una muchacha de rasgos orientales, de edad indefinida, y supe todo de su vida y ella supo de la mía en un instante. Me dijo (sin hablar) que ella también había entrado por una puerta similar, que estaba sintiendo la misma desesperación que yo y que ya no lo podía soportar. En el momento que “emitió” este pensamiento desapareció. No se fue, sino que era como si nunca hubiera estado allí. Yo también estaba en otra parte, una colina o bosque o algo así, y vi la figura de un anciano que caminaba cuesta arriba, lentamente, hacia una especie de cueva o refugio. Reflexionaba, meditaba con ideas muy confusas, una madeja de hilos indescifrables, pensamientos en tono menor. Supe de su soledad, pero ésta tenía un color diferente, un matiz muy profundo, muy turbio, que no alcancé a comprender. Supe que iba a morir y sentí un miedo casi reverencial, y me heló la sangre sentir su ausencia total de esperanzas.

Aparté mi vista y encontré a un grupo de niños jugando en las ruinas de alguna clase de monumento, y de pronto me sentí llena de una sensación de alegría y emoción muy grandes, tanto que casi era imposible no saltar, correr y jugar con ellos. Te vi a ti, jugando de noche en un parque abandonado, y tú me viste. Los vi a todos y todos nos vimos, o mejor dicho nos percibimos, porque cualquier descripción limita la experiencia. Había muchos escenarios y muchas personas, pero de alguna imposible manera no se confundían, no se mezclaban. Era fácil descubrir a los que habíamos entrado por las puertas, porque podíamos vernos, nos encontrábamos en una mirada, y aunque no supieras su nombre, sabías en un segundo cada detalle de su existencia y te sentías amalgamado, cristalizado, formando parte de un todo, de una realidad ineludible.

Las entradas son siete, o al menos eso es lo que hemos podido descubrir. Las Siete Puertas están regadas por todo el mundo, en los lugares más insospechados. Por ejemplo, sé de una tiendita de juguetes en un boulevard mas bien triste, en una ciudad poco poblada situada al norte de uno de los Países Bajos; al sur de una ciudad pequeña cerca de Beijing, hay un zaguán donde duermen los indigentes, y allí, detrás de un auto abandonado, hay una puerta; en Suramérica, en la frontera entre Chile y Argentina, hay un pueblito por donde no pasa el tren, y la puerta está en el piso, debajo de una cama en el cuarto de servicio de una casa colonial. En cambio, no se entra ni por las Pirámides, ni llegando a la cima del Everest, ni en el Gran Cañón, ni en las ruinas de Macchu Picchu ni en la cima del Roraima. Adentro, uno empieza perdiendo el sentido del tiempo y la magia se completa cuando pierdes la individualidad. Pudiera aventurar el nombre de experiencia comunal, pero es más bien global porque no hay idiomas. Lo llamaría vibración, resonancia espiritual. La gente que hemos encontrado allí ha presenciado nuestras vidas con el mismo asombro que nosotros, y sin embargo con la misma naturalidad, como si la hubieran vivido.

Guardaremos el secreto. Ser un espejo de la humanidad es una hermosa pero muy grande responsabilidad. Nuestra entrada sigue allí, disfrazada de insignificancia, en el mismo edificio abandonado. Todas las puertas están esperando, y nos sobrevivirán. Sólo ruego que quienes las hallen también encuentren las fuerzas para volver a salir.

Las ruinas circulares - Jorge Luis Borges

And if he left off dreaming about you...
Through the Looking-Glass, vi

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.

El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.

Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.

A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.

Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.

Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.

En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.

El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.

Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.

Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.

El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches, después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.

-o-

Tomado de El jardín de senderos que se bifurcan, 1941 (Ficciones, 1944).

domingo, 16 de marzo de 2008

Fragmento de "la literatura y el mal" de Georges Bataille

Fragmento de "La literatura y el mal" (Georges Bataille, 1957)

La comunicación auténtica, la impenetrabilidad de todo lo "que es" y la soberanía.

Siempre tengo esta certidumbre: la humanidad no está hecha de seres aislados, sino de comunicación entre estos seres; jamás nos entregamos, ni siquiera a nosotros mismos, más que a través de una red de comunicaciones con los otros, nos sumergimos en la comunicación, nos reducimos a esta comunicación incesante de la que, hasta el fondo de la soledad, sentimos la ausencia, como sugestión de posibilidades múltiples, como la espera de un instante en el que se resuelve esa ausencia en un grito que los otros escuchan. La existencia humana no está en nosotros, en esos nudos en los que periódicamente se anuda, lenguaje hecho grito, espasmo cruel, risa enloquecida, de donde el asentimiento nace de una conciencia al fin compartida de impenetrabilidad de nosotros mismos y del mundo.

La comunicación, en el sentido en que yo quisiera entenderla, no es jamás tan fuerte como en el momento en que la comunicación en sentido débil, la comunicación que supone el lenguaje profano (o, como dice Sartre, de la prosa, que nos hace volvernos sobre nosotros mismos -y que vuelve al mundo- de manera transparente) se nos entrega como vana, y en cierta manera como una equivalencia de la noche. Hablamos de distintas maneras para convencer y buscar el acuerdo. Queremos establecer verdades humildes que se concierten con las de nuestros semejantes, nuestras actitudes y nuestra actividad. Este incesante esfuerzo que tiende a situarnos en el mundo de una manera clara y distinta sería aparentemente imposible, si nosotros no estuviéramos antes vinculados por el sentimiento de la subjetividad común, impenetrable en sí misma, a la que es impenetrable el mundo de los objetos distintos. A todo precio, debemos captar la oposición entre dos suertes de comunicación, cuya distinción es difícil: se confunden en la medida en que el acento no recae sobre la comunicación más fuerte. Sartre ha dejado este punto en un estado confuso: ha visto con acierto (e insiste en ello en La Nausée) el carácter impenetrable de los objetos: los objetos no comunican con nosotros en manera alguna. Pero no ha situado de manera precisa la oposición de sujeto a objeto. La subjetividad es algo evidente a sus ojos, es lo que es evidente. Por una parte, me parece que se inclina a minimizar la importancia de esta intelegibilidad de los objetos que percibimos en los fines que les concedemos, y en el uso de estos fines. Por otra parte, su atención no se dirige suficientemente sobre esos momentos en los que una subjetividad que, siempre e inmediatamente, nos es entregada en la conciencia de otras subjetividades, en la que la subjetividad aparece precisamente inteligible, en relación con los objetos usuales y, más generalmente, del mundo objetivo. Sartre no puede ignorar, evidentemente, esta apariencia, pero se vuelve en espaldas en los momentos en que los que sentimos de la misma manera náuseas, porque en el instante en que la inteligibilidad se nos presenta, se nos ofrece bajo un aspecto insalvable, un cierto carácter escandaloso. Lo que, en última instancia, para nosotros es, es escándalo, la conciencia de ser es escándalo de la conciencia, y no podemos -incluso no debemos- asombrarnos. Pero no debemos quedarnos en las palabras: el escándalo es lo mismo que la conciencia, una conciencia sin escándalo es una conciencia enajenada, una conciencia, como lo demuestra la apariencia, de objetos claros y distintos, inteligibles o considerados como inteligibles. El paso de lo inteligible a lo ininteligible, a lo que no siendo cognoscible, de pronto deja de sernos tolerable, está ciertamente en el origen de este sentimiento de escándalo, pero se trata menos de una diferencia de nivel que de una experiencia dada en la comunicación mayor de los seres. El escándalo es el hecho -instantáneo- de una conciencia de otra conciencia, y mirada de otra mirada (de esta manera es íntima fulguración, alejándose de lo que le ata ordinariamente su conciencia a la inteligibilidad duradera y sosegadora de los objetos).

Se ve, si se me ha seguido, que existe una oposición fundamental entre la comunicación débil, base de la sociedad profana (de la sociedad activa, en el sentido en que la actividad se confirma con la productividad) y la comunicación fuerte, que abandona las conciencias que reflexionan unas sobre otras, en ese impenetrable su "último centro". Se ve también que la comunicación fuerte es primero, es un dato simple, apariencia suprema de la existencia, que se revela a nosotros en la multiplicidad de las conciencias y en su comunicabilidad. La actividad habitual de los seres -lo que llamamos "nuestras ocupaciones"- les separa de los momentos privilegiados de la comunicación fuerte, que son el fundamento de la sensualidad y de las fiestas, que son el fundamento del drama, del amor, la separación y la muerte. Estos momentos no son iguales entre sí: con frecuencia los buscamos por ellos mismos (siendo así que sólo tienen sentido en el instante y que es contradictorio concertar su retorno); podemos conseguirlo con la ayuda de pobres medios. Pero no importa: no podemos prescindir de la reparación (aunque sea dolorosa, desgarradora) del instante en que la impenetrabilidad se revela a las conciencias que se unen y se penetran de una manera ilimitada.

Ante la posibilidad de no ser definitivamente o demasiado cruelmente desgarrados, mantenemos con el escándalo que a todo precio queremos levantar -y del que queremos huir- un vínculo indefectible, pero lo menos doloroso que nos es dado, tanto en religión como en arte (en arte, que heredó parte de los derechos de la religión). La cuestión de la comunicación está siempre poseída en la expresión literaria: ésta es poética o no es nada (sólo la búsqueda de conciertos particulares o la enseñanza de verdades subalternas que Sartre designa al hablar de la prosa).