lunes, 24 de marzo de 2008

La ciudad de los espejos - Dyanna

Por Dyanna, "Xalamandra"

Sólo a ti se te hubiera ocurrido abrir aquella puerta de madera, toda roída. Claro, por eso ninguno de nosotros descubrió antes el secreto, porque esa mezcla tuya de curiosidad y osadía siempre daba buenos frutos, resultados interesantes. Días después, reflexionando sobre los hechos, no acierto a entender qué te impulsó a abrirla; de hecho no había ni un indicio, ni una seña, nada que indicara que esa puerta daba a la Ciudad de los Espejos.

¡Todavía recuerdo la cara que pusiste! Te quedaste sin habla, mirando aquel brillo, aquel escándalo de luz. Al principio se nos ocurrió que estábamos entrando a un estudio de filmación o algo así, pero la luz no provenía de ninguna fuente puntual, ni siquiera de una zona específica. Aquello no tenía dimensiones, parecía ser un recinto pequeño pero nuestra vista no alcanzaba a ver el fondo. Tú como siempre entraste de primero, pudiendo más tus ganas de saber, de conocer, que la lógica cautela contra lo desconocido. Te confieso que tu valor se nos contagió, porque a mí por lo menos me daba miedo, pero sin embargo entramos todos y comenzamos a explorar. Las paredes eran lisas, muy blancas, podíamos tocarlas e intuir que eran rectas, no curvas, conclusión importante cuando después de un tiempo descubrimos que podíamos dar la vuelta completa en pocos minutos, caminando siempre en el mismo sentido, y una vez que tropezamos con las otras puertas encontramos sin dificultad nuestra puerta de entrada, sin pasar ni una vez por una esquina o doblez, y con la sensación inequívoca de haber caminado en perfecto círculo.

En el centro había una confusión de luz y humo, como en las películas. Hacía mucho frío, pero no era incómodo. De alguna forma sabíamos que no éramos los únicos allí, pero no nos sentíamos intrusos ni invasores. Por el contrario, la sensación de que nos estaban esperando crecía dentro de cada uno de nosotros. Allí empecé a notar que no habíamos dicho ni una sola palabra desde que entramos, y sin embargo no eran necesarias, cada uno sabía con bastante certeza lo que pensábamos y sentíamos los demás, sólo mirándonos a los ojos.

Entonces nos separamos. Los instintos se agudizaron y nos guiaban, nos indicaban qué hacer. Nos miramos por última vez antes de emprender la aventura, como para darnos apoyo, y esa mirada fue una promesa de no dejarnos perder, fue un "nos encontramos aquí" tranquilizador. Me adentré y empecé a ver escenas, lugares, paisajes desconocidos para mi memoria consciente pero sin duda alguna, recordados por alguna parte remota de mi ser. Yo estaba allí, podía verlo todo, cada detalle, cada planta, cada grieta en la pared, cada rostro, cada color, pero eran como hologramas, como reflejos multidimensionales, como imágenes fantasmales, inasibles y etéreas pero infinitamente reales. Veía multitudes de personas, caras desconocidas que no podían verme, en ciudades extrañas viviendo vidas extrañas, soñando y muriendo en doloroso aislamiento, sin comunicarse, sin sentirse, y yo veía su dolor, lo veía en sus rostros como una pesada máscara de hierro, como cadenas que no te dejan caminar. Quería hablarles, decirles que en ese momento mágico yo les percibía, les sentía intensamente con todas las tonalidades de su melancolía y todas las inflexiones de sus esperanzas; quería comunicarles que no debían afligirse por estar solos porque el sentimiento es universal; casi quería gritarles que en ese momento yo era una con cada uno de ellos, pero no me oían, no se daban cuenta de mí; seguían cruzando sus calles ruidosas y entrando en sus oficinas y escribiendo en sus computadoras y viendo sus televisores y hablando sin comunicarse nunca, nunca, nunca.

Era desesperante, saltaron lágrimas a mis ojos y noté que alguien me estaba mirando. Era una muchacha de rasgos orientales, de edad indefinida, y supe todo de su vida y ella supo de la mía en un instante. Me dijo (sin hablar) que ella también había entrado por una puerta similar, que estaba sintiendo la misma desesperación que yo y que ya no lo podía soportar. En el momento que “emitió” este pensamiento desapareció. No se fue, sino que era como si nunca hubiera estado allí. Yo también estaba en otra parte, una colina o bosque o algo así, y vi la figura de un anciano que caminaba cuesta arriba, lentamente, hacia una especie de cueva o refugio. Reflexionaba, meditaba con ideas muy confusas, una madeja de hilos indescifrables, pensamientos en tono menor. Supe de su soledad, pero ésta tenía un color diferente, un matiz muy profundo, muy turbio, que no alcancé a comprender. Supe que iba a morir y sentí un miedo casi reverencial, y me heló la sangre sentir su ausencia total de esperanzas.

Aparté mi vista y encontré a un grupo de niños jugando en las ruinas de alguna clase de monumento, y de pronto me sentí llena de una sensación de alegría y emoción muy grandes, tanto que casi era imposible no saltar, correr y jugar con ellos. Te vi a ti, jugando de noche en un parque abandonado, y tú me viste. Los vi a todos y todos nos vimos, o mejor dicho nos percibimos, porque cualquier descripción limita la experiencia. Había muchos escenarios y muchas personas, pero de alguna imposible manera no se confundían, no se mezclaban. Era fácil descubrir a los que habíamos entrado por las puertas, porque podíamos vernos, nos encontrábamos en una mirada, y aunque no supieras su nombre, sabías en un segundo cada detalle de su existencia y te sentías amalgamado, cristalizado, formando parte de un todo, de una realidad ineludible.

Las entradas son siete, o al menos eso es lo que hemos podido descubrir. Las Siete Puertas están regadas por todo el mundo, en los lugares más insospechados. Por ejemplo, sé de una tiendita de juguetes en un boulevard mas bien triste, en una ciudad poco poblada situada al norte de uno de los Países Bajos; al sur de una ciudad pequeña cerca de Beijing, hay un zaguán donde duermen los indigentes, y allí, detrás de un auto abandonado, hay una puerta; en Suramérica, en la frontera entre Chile y Argentina, hay un pueblito por donde no pasa el tren, y la puerta está en el piso, debajo de una cama en el cuarto de servicio de una casa colonial. En cambio, no se entra ni por las Pirámides, ni llegando a la cima del Everest, ni en el Gran Cañón, ni en las ruinas de Macchu Picchu ni en la cima del Roraima. Adentro, uno empieza perdiendo el sentido del tiempo y la magia se completa cuando pierdes la individualidad. Pudiera aventurar el nombre de experiencia comunal, pero es más bien global porque no hay idiomas. Lo llamaría vibración, resonancia espiritual. La gente que hemos encontrado allí ha presenciado nuestras vidas con el mismo asombro que nosotros, y sin embargo con la misma naturalidad, como si la hubieran vivido.

Guardaremos el secreto. Ser un espejo de la humanidad es una hermosa pero muy grande responsabilidad. Nuestra entrada sigue allí, disfrazada de insignificancia, en el mismo edificio abandonado. Todas las puertas están esperando, y nos sobrevivirán. Sólo ruego que quienes las hallen también encuentren las fuerzas para volver a salir.

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